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quinta-feira 25 de janeiro de 2024

  

Cristologia
Michel Henry  : EU SOU A VERDADE  
Qual é então, a respeito destes dois conceitos do auto-afeto, deste auto-afeto naturante e deste auto-afeto naturado, a especificidade do auto-afeto característico da vida do Cristo? Como se reporta àquele de Deus, àquele do "homem"? Um dos temas maiores do cristianismo é a compreensão do Cristo como mediador - intermediário entre o homem e Deus. Em que consiste este papel de "mediador - intermediário", eis o que uma fenomenologia da vida permite apreender em uma radicalidade à qual nenhuma outra forma de pensamento, na falta de dispôr dos meios apropriados, não soube se elevar. Quanto à relação da Vida do Cristo àquela de Deus, é o que a teoria do Arquifilho claramente expôs. Embora gerado no auto-afeto da Vida absoluta, o Cristo co-pertence ao processo deste auto-afeto absoluto enquanto Ipseidade essencial e o Michel Henry Primeiro Vivente - Primeiro Vivente sem os quais nenhum auto-afeto deste gênero não poderia se realizar. Assim é ele "consubstancial" ao Pai, tendo parte, a título de condição, ao poder deste processo no qual, se constringindo ele mesmo, a a Vida se faz Vida.

Ao mesmo tempo a relação do homem transcendental ao Cristo se ilumina, na medida que ele não é inteligível senão à luz da relação do Cristo a Deus cujo princípio acaba de ser relembrado. Um terceiro reporte todavia entre ele também no campo da elucidação fenomenológica, o reporte deste homem transcendental a Deus ele mesmo. É aqui que se descobre a razão pela qual o reporte do homem transcendental a Deus não é um reporte direto mas somente mediado pelo Cristo. A tese comum ao ao judaísmo e ao cristianismo segundo à qual o homem transcendental é Filho de Deus, se adiciona aquela mais propriamente cristã (embora judaica ela também na medida que o judaísmo espera um Messias) segundo a qual ele não é este Filho de Deus senão no Arquifilho: "Filho no Filho".

Michel Henry Encarnação - ENCARNAÇÃO

Esta cuestión será objeto de preocupación constante para los Padres y tema de todos los grandes concilios. Los eminentes participantes reunidos en ellos durante los primeros siglos reflexionarán indefinidamente sobre la persona de Cristo, sobre la posibilidad de unir en su existencia dos naturalezas diferentes: divina la una, humana la otra. La palabra misma persona es uno de los términos elegidos para afirmar la existencia real de aquello mismo cuya posibilidad se encuentra en entredicho: la existencia real, concreta, efectiva, singular, actual de Aquél que, al unir en sí las dos naturalezas, permanece «uno y el mismo» en calidad de hombre y en calidad de Dios. Esta apelación a la terminología griega (persona viene del griego prosopon, cuya derivación latina es persona, designando esta palabra, como se sabe, la máscara que llevaban los actores de teatro) no será la única. Los recursos al sistema de conceptualización griego y, a través de él, a la ontologia - ontología griega se multiplicarán conforme el problema de la naturaleza de Cristo se plantee con mayor acuidad. Para los Padres, en ningún caso se tratará de escamotearlo bajo una palabra, sino de procurar, tanto como se pueda, su inteligibilidad. El esfuerzo continuo de los concilios se orienta hacia la posibilidad interna de esta existencia, más allá de la existencia fáctica de Cristo o de su afirmación dogmática. ¿Tenía salida este esfuerzo en el horizonte de la cultura griega?

En todo caso, el problema se plantea de forma cada vez más precisa. La unión de dos naturalezas debe ser la de sus propiedades, más exactamente, de dos series de propiedades, unas pertenecientes a Dios, otras al hombre. Esta es, de Nicea a Constantinopla, la cuestión de la apropiación de las propiedades o, dado que es así como se denominan en griego, de la apropiación de los idiomas. ¿En qué sentido Cristo, en calidad de Dios, puede apropiarse de propiedades humanas? ¿En qué sentido es susceptible, en calidad de hombre, de apropiarse de propiedades divinas? Por difícil que sea captar la unión o la unidad en Cristo de dos series de propiedades, su paralelismo vale a su vez como una explicación de su existencia misteriosa. En calidad de Dios, por ejemplo, Cristo conoce todas las cosas; en calidad de hombre, no puede prever el futuro. De este modo se resuelven a priori la serie de antítesis resultantes en cada caso del emparejamiento de una propiedad divina y de su ausencia o limitación en el hombre. Un entendimiento infinito en Dios, «un entendimiento finito semejante al nuestro», dirá también Kant  . Por un lado, la impasibilidad de un Dios intemporal, insensible tanto a los infortunios del futuro como a las tribulaciones de la historia. Por otro, la posibilidad, la fragilidad, la vulnerabilidad, el hambre, la sed, los sufrimientos, la historia terrible de la pasión de Cristo, su muerte.

La Encarnación cruza aquí de nuevo nuestro camino de pensamiento. Desde el momento en que el hombre se define por la Razón — exactamente lo mismo, en el fondo, que el Dios griego —, pasa a un primer plano la capacidad del primero de apropiarse las propiedades del segundo, de participar por lo menos de «la mayor parte de su ser». La comunicación de propiedades, en todo caso de ciertas de ellas, es un a priori virtual cuya realización vendrá dada por el esfuerzo que cada uno realice en sí. Con la definición del hombre como carne, las dos series de propiedades han devenido irreductibles la una a la otra; una distancia infranqueable las separa. ¿Se imagina uno al nous eternamente abismado en la contemplación del arquetipo, puro cristal iluminado por su luz, siendo presa de una súbita fatiga, reclamando una almohada, poniéndose a llorar al enterarse de la muerte de un amigo, fascinándose ante la perspicacia de una mujer que se sienta a su lado para escucharle, dejándole a su hermana el cuidado de las tareas domésticas?
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Pero en Juan no hay nada de tal cosa. La declaración abisal que plantea el devenir hombre de Dios como el «hacerse carne» no añade nada a la definición del hombre que avanza, a saber: su definición como carne (v. Homem-Carne). La siguiente proposición, lejos de hacer alusión a una «sustancia espiritual», a un «alma» de Cristo, se limita a repetir esta definición: «y habitó entre nosotros». Es así como, al hacerse carne, el Verbo se ha hecho hombre y, asumiendo nuestra condición carnal, ha establecido de esta forma su ser-en-común con los hombres, su «habitación» entre ellos. Pero en ese caso, con esta existencia carnal del Verbo, ¿no se eleva a un grado de tensión insoportable la oposición entre las dos series de propiedades, divinas y humanas, que tenían que unirse en la persona de Cristo?