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Inquietude

quinta-feira 25 de janeiro de 2024

  

Perenialistas
René Guénon: Guenon Angustia - A ENFERMIDADE DA ANGÚSTIA

A este respecto, se puede destacar primeramente que la inquietud perpetua de los modernos no es otra cosa que una de las formas de esa necesidad de agitación que hemos denunciado frecuentemente, necesidad que, en el orden mental, se traduce por el gusto de la búsqueda por sí misma, es decir, de una búsqueda que, en lugar de encontrar su término en el conocimiento como lo debería normalmente, se prosigue indefinidamente y no conduce verdaderamente a nada, y que es una empresa sin ninguna intención de llegar a una verdad en la que tantos de nuestros contemporáneos no creen siquiera. Acordaremos que una cierta inquietud puede tener su lugar legítimo en el punto de partida de toda búsqueda, como móvil incitante a esta búsqueda misma, ya que no hay que decir que, si el hombre se encontrara satisfecho de su estado de ignorancia, permanecería en él indefinidamente y en modo alguno buscaría salir de ahí; así pues, valdría más dar a este tipo de inquietud mental otro nombre: la misma no es nada más, en realidad, que esa «curiosidad» que, según Aristóteles, es el comienzo de la ciencia, y que, bien entendido, no tiene nada en común con las necesidades puramente prácticas a las que los «empiristas» y los «pragmatistas» querrían atribuir el origen   de todo conocimiento humano; pero en todo caso, llámese inquietud o curiosidad, es algo que no podría tener ninguna razón de ser y que no podría subsistir en modo alguno desde que la búsqueda ha llegado a su meta, es decir, desde que se ha alcanzado el conocimiento, de cualquier orden de conocimiento que se trate por lo demás; con mayor razón debe desaparecer necesariamente, de una manera completa y definitiva, cuando se trata del conocimiento por excelencia, que es el del dominio metafísico. Así pues, en la idea de una inquietud sin término, y por consiguiente que no sirve para sacar al hombre de su ignorancia, se podría ver la marca de una suerte de «agnosticismo», que puede ser más o menos inconsciente en muchos de los casos, pero que por eso no es menos real: hablar de «inquietud metafísica» equivale en el fondo, se quiera o no, ya sea a negar el conocimiento metafísico en sí mismo, ya sea al menos a declarar una impotencia propia para obtenerle, lo que prácticamente no constituye una gran diferencia; y cuando ese «agnosticismo» es verdaderamente inconsciente, se acompaña ordinariamente de una ilusión que consiste en tomar por metafísica lo que no lo es en modo alguno, y lo que no es siquiera a ningún grado un conocimiento válido, aunque sea en un orden relativo, queremos decir, la «pseudo-metafísica» de los filósofos modernos, que es incapaz efectivamente de disipar la menor inquietud, por eso mismo de que no es un verdadero conocimiento, y de que no puede, antes al contrario, sino aumentar el desorden intelectual y la confusión de las ideas entre aquellos que la toman en serio, y hacer su ignorancia tanto más incurable; en eso como desde cualquier otro punto de vista, el falso conocimiento es ciertamente mucho peor que la pura y simple ignorancia natural.