Gredos
Y el hermano de Glaucón intervino:
—Por mi parte —dijo—, espero que tal examen nos sea útil para ese fin.
—¡Por Zeus ! —repliqué—. No debemos entonces abandonarlo, incluso aunque el examen resulte más extenso.
—No, por cierto.
—Adelante, pues, y, como si estuviéramos contando mitos, mientras etengamos tiempo para ello, eduquemos en teoría a nuestros hombres.
—Hagámoslo.
—¿Y qué clase de educación les daremos? ¿No será difícil hallar otra mejor que la que ha sido descubierta hace mucho tiempo, la gimnástica para el cuerpo y la música para el alma ?
—Será difícil, en efecto.
—Pues bien, ¿no comenzaremos por la música antes que por la gimnástica?
—Ciertamente.
—¿Y en la música incluyes discursos o no?
—Por mi parte sí.
—Ahora bien, hay dos clases de discurso, uno verdadero y otro falso.
—¡Así es!
[377a] —¿Y no hay que educarlos por medio de ambas clases, y en primer lugar por medio de los discursos falsos?
—No entiendo qué quieres decir.
—¿No entiendes—pregunté—que primeramente contamos a los niños mitos, y que éstos son en general falsos, aunque también haya en ellos algo de verdad? Y antes que de la gimnasia haremos uso de los mitos.
—Es como dices.
—Por eso dije que debemos ocuparnos antes en la música que en la gimnástica.
—Correcto —respondió Adimanto.
—¿Y no sabes que el comienzo es en toda tarea de suma importancia, sobre todo para alguien que sea joven y tierno? Porque, más bque en cualquier otro momento, es entonces moldeado y marcado con el sello con que se quiere estampar a cada uno.
—Así es.
—En tal caso, ¿hemos de permitir que los niños escuchen con tanta facilidad mitos cualesquiera forjados por cualesquiera autores, y que en sus almas reciban opiniones en su mayor parte opuestas a aquellas que pensamos deberían tener al llegar a grandes?
—De ningún modo lo permitiremos.
—Primeramente, parece que debemos supervisar a los forjadores de mitos, y admitirlos cuando estén bien hechos y rechazarlos en caso ccontrario. Y persuadiremos a las ayas y a las madres de que cuenten a los niños los mitos que hemos admitido, y con éstos modelaremos sus almas mucho más que sus cuerpos con las manos. Respecto a los que se cuentan ahora, habrá que rechazar la mayoría.
—¿Cuáles son éstos?
—En los mitos mayores —respondí— podremos observar también los menores. El sello, en efecto, debe ser el mismo, y han de tener el mismo efecto tanto los mayores como los menores. ¿Eres de otro dparecer?
—No, pero no advierto cuáles son los que denominas «mayores».
—Aquellos que nos cuentan Hesíodo y Homero , y también otros poetas, pues son ellos quienes han compuesto los falsos mitos que se han narrado y aún se narran a los hombres.
—¿A qué mitos te refieres y qué es lo que censuras en ellos?
—Lo que en primer lugar hay que censurar, y más que cualquier otra cosa, es sobre todo el caso de las mentiras innobles.
—¿A qué llamas así?e
—Al caso en que se representan mal con el lenguaje los dioses y los héroes, tal como un pintor que no pinta retratos semejantes a lo que se ha propuesto pintar.
—Es en efecto correcto censurar tales casos. Pero ¿cuáles serían en aquellos que estamos examinando, y de qué modo?
—Primeramente —expliqué—, aquel que dijo la mentira más grande respecto de las cosas más importantes es el que forjó la innoble mentira de que Urano obró del modo que Hesíodo le atribuye y de [378a] cómo Cronos se vengó de él. En cuanto a las acciones de Cronos y los padecimientos que sufrió a manos de su hijo, incluso si fueran ciertas, no me parece que deban contarse con tanta ligereza a los niños aún irreflexivos. Sería preferible guardar silencio; pero si fuera necesario contarlos, que unos pocos los oyesen secretamente, tras haber sacrificado no un cerdo sino una víctima más importante y difícil de conseguir, de manera que tuvieran acceso a la audición la menor cantidad posible de niños.
—En efecto —dijo—, esos relatos presentan dificultades.
—Y no deben ser narrados en nuestro Estado , Adimanto, como btampoco hay que decir, a un joven que nos escucha, que al cometer los delitos más extremos no haría nada asombroso, o que si su padre delinque y él lo castiga de cualquier modo, sólo haría lo mismo que los dioses primeros y más importantes.
—¡No, por Zeus! Tampoco a mí me parecen cosas adecuadas para narrar.
—Ni admitamos en absoluto que los dioses hagan la guerra a dioses, cse confabulen o combatan unos contra otros; pues nada de eso es cierto: al menos si exigimos que los que van a guardar el Estado consideren como lo más vergonzoso el disputar entre sí. Y con menor razón aún han de narrarse, o representarse en bordados, gigantomaquias y muchos otros enfrentamientos de toda clase de dioses y héroes con sus parientes y prójimos. Antes bien, si queremos persuadirlos de que ningún ciudadano ha disputado jamás con otro y de que eso habría sido un sacrilegio, tales cosas son las que, tanto los ancianos como las ancianas, ddeberán contar a los niños desde la infancia; y aun llegados a adultos, hay que forzar a los poetas a componer, para éstos, mitos de índole afín a aquélla. Narrar en cambio, los encadenamientos de Hera por su hijo o que Hefesto fue arrojado fuera del Olimpo por su padre cuando intentó impedir que éste golpeara a su madre, así como cuantas batallas entre dioses ha compuesto Homero, no lo permitiremos en nuestro Estado, hayan sido compuestos con sentido alegórico o sin él. El niño, en efecto, no es capaz de discernir lo que es alegórico de lo que eno lo es, y las impresiones que a esa edad reciben suelen ser las más difíciles de borrar y las que menos pueden ser cambiadas. Por ese motivo, tal vez, debe ponerse el máximo cuidado en los primeros relatos que los niños oyen, de modo que escuchen los mitos más bellos que se hayan compuesto en vista a la excelencia.
—Eso es razonable —repuso Adimanto—. Pero si alguien nos preguntara aún, concretamente, qué cosas son éstas y cuáles son los mitos a que nos referimos, ¿qué contestaríamos?
Y yo le contesté:
—En este momento, ni tú ni yo somos poetas sino fundadores de [379a] un Estado. Y a los fundadores de un Estado corresponde conocer las pautas según las cuales los poetas deben forjar los mitos y de las cuales no deben apartarse sus creaciones; mas no corresponde a dichos fundadores componer mitos.
—Correcto —dijo—, pero precisamente en relación con este mismo punto: ¿cuáles serían estas pautas referentes al modo de hablar sobre los dioses?
—Aproximadamente éstas: debe representarse siempre al dios como es realmente, ya sea en versos épicos o líricos o en la tragedia.
—Eso es necesario.
—Ahora bien, ¿no es el dios realmente bueno por sí, y de ese modo debe hablarse de él?b
—¡Claro!
—Pero nada que sea bueno es perjudicial. ¿O no?
—Me parece que no puede ser perjudicial.
—¿Y acaso lo que no es perjudicial perjudica?
—De ningún modo.
—Lo que no perjudica ¿produce algún mal?
—Tampoco.
—Y lo que no produce mal alguno, ¿podría ser causa de un mal?
—No veo cómo.
—Pues bien, ¿es benéfico lo bueno?
—Sí.
—¿Es, entonces, causa de un bienestar?
—Sí.
—En ese caso, lo bueno no es causa de todas las cosas; es causa de las cosas que están bien, no de las malas.
—Absolutamente de acuerdo —expresó Adimanto.c
—Por consiguiente —proseguí—, dado que Dios es bueno, no podría ser causa de todo, como dice la mayoría de la gente; sería sólo causante de unas pocas cosas que acontecen a los hombres, pero inocente de la mayor parte de ellas. En efecto, las cosas buenas que nos suceden son muchas menos que las malas, y si de las buenas no debe haber otra causa que el dios, de las malas debe buscarse otra causa.
—Gran verdad me parece que dices.
—Pero entonces no debemos admitir, ni por parte de Homero ni dpor parte de ningún otro poeta, errores tales acerca de los dioses como los que cometen tontamente, al decir que «dos toneles yacen en el suelo frente a Zeus», llenos de suertes: propicias en el primero, desdichadas en el otro, y que aquel a quien Zeus ha otorgado una mezcla de ambas «encuentra a veces el bien, a veces el mal», pero que a aquel a quien Zeus no le otorga la mezcla sino los males inmezclados, «una desdichada miseria lo hace emigrar por sobre la tierra divina». Ni eadmitiremos tampoco que se diga que Zeus es para nosotros dispensador de bienes y de males. En cuanto a la violación de los juramentos y pactos en que ha incurrido Píndaro , si alguien afirma que se ha producido por causa de Palas Atenea y de Zeus no lo aprobaremos, como [380a] tampoco que haya tenido lugar una discordia y un juicio de los dioses por obra de Temis y de Zeus. Ni debemos permitir que los jóvenes oigan cosas como las que dice Esquilo, a saber, que
un dios hace crecer la culpa entre los hombres,cuando quiere arruinar una casa por completo.
»Y si algún poeta canta los padecimientos de Níobe en yambos como éstos, o los referidos a los Pelópidas o a los troyanos o algún otro tema de esa índole, no le hemos de permitir que diga que esos pesares son obra de un dios, o, si lo dice, debe idear una explicación como la que nosotros buscamos ahora, declarando que el dios ha producido cosas bjustas y buenas, y que los que han sido castigados se han beneficiado con ello. Pero afirmar que son infortunados los que expían sus delitos y que el autor de sus infortunios es el dios, no hemos de permitírselo al poeta. Si dijera, por el contrario, que los malos son infortunados porque necesitaban de un castigo , y que se han beneficiado por obra del dios al expiar sus delitos, eso sí se lo permitiremos. En cuanto a que Dios, que es bueno, se ha convertido en causante de males para alguien, debemos oponernos por todos los medios a que sea dicho o escuchado en nuestro Estado, si pretendemos que esté regido por leyes adecuadas; ni el hombre más joven ni el más anciano narrarán tales cmitos, estén en verso o en prosa, puesto que serían relatos sacrílegos, y ni son convenientes para nosotros ni coherentes entre sí.
—Sumo mi voto al tuyo —repuso Adimanto— en favor de esta ley: también a mí me place.
—Ésta será, pues, la primera de las leyes y de las pautas que conciernen a los dioses, a la cual deberán ajustarse los discursos acerca de los dioses, si se habla, y los poemas, si se compone: que el dios no es causa de todas las cosas, sino sólo de las buenas.
—Y eso basta.
—Veamos ahora la segunda: ¿crees que el dios es un hechicero capaz dde mostrarse, por medio de artificios, en momentos distintos con aspectos distintos, de manera tal que a veces él mismo aparece y altera su propio aspecto de muchas formas, en tanto otras veces nos engaña, haciéndonos creer tales cosas acerca de él? ¿No crees, por el contrario, que el dios es simple y es, de todos los seres, quien menos puede abandonar su propio aspecto?
—Ahora mismo no podría contestarte.
—Pues dime: ¿no es forzoso que si alguien abandona su propio aspecto lo haga transformándose por sí mismo o por obra de otro?e
—Sí, es forzoso.
—En el caso de que sea por obra de otro hallaremos que las cosas mejores son las que menos pueden ser alteradas o modificadas. Por ejemplo, el cuerpo más sano y más robusto es el que menos puede ser alterado por obra de alimentos, bebidas y fatigas, así como la planta más fuerte es la que menos puede ser alterada por obra del calor solar, [381a] o de los vientos y otros accidentes similares.
—Sin duda.
—¿Y no es el alma más vigorosa y más sabia la que menos puede ser perturbada o modificada por cualquier factor externo?
—Sí.
—Y también cabe suponer que, por la misma razón, todos los objetos fabricados: utensilios, edificaciones y vestimentas, si han sido bien elaborados y se hallan en buen estado, son los que menos pueden ser alterados por la acción del tiempo y de las diversas influencias.
—Es cierto.
—Por consiguiente, todo lo que es excelente, sea por naturaleza, bsea por arte o por ambas a la vez, es lo que menor modificación admite por obra de otro.
—Así parece.
—Pues bien, tanto el dios como las cualidades propias del dios en todo sentido son perfectas.
—Claro que sí.
—Por ese motivo, el dios es quien menos podría adoptar formas múltiples.
—En efecto, nadie podría menos que él.
—Pero ¿acaso no podría él mismo transformarse y alterarse por sí solo?
—Evidentemente, si es cierto que se altera.
—¿Se transformaría en lo mejor y más bello o en lo peor y más feo que él mismo?
—En lo peor, necesariamente —respondió—, siempre que sea ccierto que se altera. Pues hemos dicho que al dios nada le falta en cuanto a belleza y a perfección.
—Has hablado correctamente. Y si es así, Adimanto, ¿te parece que alguno de los dioses o de los hombres se volvería, voluntariamente, peor en algún sentido?
—Es imposible.
—En tal caso, es imposible que un dios esté dispuesto a alterarse; creo, por el contrario, que cada uno de los dioses, por ser el más bello y mejor posible, ha de permanecer siempre simplemente, en su propia forma.
—Todo eso me parece forzoso.
d—Pues entonces, mi querido amigo, que ningún poeta nos venga a decir que
dioses, semejantes a extranjeros de todas las partes,tomando toda clase de apariencias, visitan las ciudades.
»Ni que nadie cuente mentiras acerca de Proteo y de Tetis, ni presente a Hera, en tragedias u otro tipo de poemas, transformándose en una sacerdotisa mendigando
para los hijos —dadores de vida— de Ínaco, el rey de Argos.
»Y que no nos pretendan engañar con muchas otras falsedades similares, eni que las madres, convencidas por estos poetas, asusten a sus hijos contándoles indebidamente mitos según los cuales ciertos dioses rondan de noche, con apariencias semejantes a las de muchos extranjeros de las más diversas regiones, para no blasfemar contra los dioses y hacer a la vez a sus hijos más cobardes.
—Deben evitarlo.
—Pero ¿no podría suceder que los dioses mismos no puedan transformarse, y nos hagan creer que se manifiestan de diversos modos , echando mano a engaños y brujerías?
—Tal vez.
—En ese caso, ¿estaría un dios dispuesto a mentir, con palabras o [382a] actos, recurriendo a una falsa apariencia?
—No sé.
—¿No sabes acaso que la verdadera mentira, si se puede hablar así, es odiada por todos los dioses y hombres?
—¿Qué quieres decir?
—Esto: que nadie está dispuesto a ser engañado voluntariamente en lo que de sí mismo más le importa ni respecto de las cosas que más le importan, sino que teme sobre todo ser engañado en cuanto a eso.
—Aún no te entiendo.
—Lo que sucede —dije— es que piensas que me refiero a algo maravilloso. Pero lo que yo quiero decir es que lo que menos admitiría bcualquier hombre es ser engañado y estar engañado en el alma con respecto a la realidad y, sin darse cuenta, aloja allí la mentira y la retiene; y que esto es lo que es más detestado.
—Ciertamente.
—Y sin duda es lo más correcto de todo llamar a eso, como lo hice hace apenas un momento, «una verdadera mentira»: la ignorancia en el alma de quien está engañado. Porque la mentira expresada en palabras es sólo una imitación de la que afecta al alma; es una imagen que surge posteriormente, pero no una mentira absolutamente pura. ¿No es así?c
—Muy de acuerdo.
—Por consiguiente, la mentira real no es sólo odiosa para los dioses, sino también para los hombres.
—Así me parece.
—En cuanto a la mentira expresada en palabras, ¿cuándo y a quién es útil como para no merecer ser odiosa? ¿No se volverá útil, tal como un remedio que se emplea preventivamente, frente a los enemigos, y también cuando los llamados amigos intentan hacer algo malo, por un arranque de locura o de algún tipo de insensatez? Y también en la dcomposición de los mitos de que acabamos de hablar, ¿no tornamos a la mentira útil cuando, por desconocer hasta qué punto son ciertos los hechos de la Antigüedad, la asimilamos lo más posible a la verdad?
—Sin duda.
—Pero ¿en cuál de estos casos la mentira será útil al dios? ¿Acaso sería en el caso de que, por desconocer él cómo han sido los hechos de la Antigüedad, asimilara la mentira a la verdad?
—No, eso sería ridículo.
—Por consiguiente, no puede hallarse en Dios un poeta mentiroso.
—Me parece que no.
e—¿Mentiría, entonces, por temor a sus enemigos?
—Eso menos aún.
—¿O por la insensatez o arranque de locura de sus amigos?
—No —dijo Adimanto—, porque ningún loco o insensato es amigo de Dios.
—En tal caso, no hay motivo alguno para que Dios mienta.
—No lo hay.
—Por ende, lo propio de Dios y lo divino es en todo sentido ajeno a la mentira.
—Por completo.
—Por lo tanto, el dios es absolutamente simple y veraz tanto en sus hechos como en sus palabras, y él mismo no se transforma ni engaña a los demás por medio de una aparición o de discursos o del envío de signos, sea en vigilia o durante el sueño.
[383a] —Al decirlo tú, también me parece a mí.
—Entonces estarás de acuerdo conmigo en cuanto a la segunda pauta a la que hay que atenerse para hablar y obrar respecto de los dioses: que no son hechiceros que se transformen a sí mismos ni nos induzcan a equivocarnos de palabra o acto.
—Estoy de acuerdo.
—Por consiguiente, aun cuando alabemos muchas cosas en Homero, no elogiaremos el pasaje en que se refiere el mensaje que, mientras duerme Agamenón, le envía Zeus,[34] ni tampoco aquellos versos de Esquilo en los cuales Tetis dice que Apolo , cantando en sus bodas ,b
exaltó mi feliz progeniecon vidas extensas, libres de enfermedades.Y tras decir todo esto, celebró mi fortuna , cara a los dioses,con un peán con que deleitó mi corazón.Y yo no imaginaba que la boca divina de Febo,plena del arte de la profecía, fuera mentirosa.Pero este mismo dios que cantaba, el mismo que asistió al festínen persona, y que había predicho todo aquello fuequien asesinó a mi hijo.
»Cuando un poeta diga cosas de tal índole acerca de los dioses, nos cencolerizaremos con él y no le facilitaremos un coro. Tampoco permitiremos que su obra sea utilizada para la educación de los jóvenes; al menos si nos proponemos que los guardianes respeten a los dioses y se aproximen a lo divino, en la medida que eso es posible para un hombre.
—En cuanto a mí —respondió Adimanto—, estoy completamente de acuerdo con estas pautas; y, llegado el caso, las adoptaría como leyes.
Chambry
Alors le frère de Glaucon :
— Oui, pour moi, je présume bien, dit-il, que cet examen-ci en est le préalable.
— Par Zeus, dis-je, mon ami Adimante, il ne faut donc pas l’abandonner, même s’il se trouve être un peu long,
— Non, certes pas,
— Eh bien allons, comme le feraient des gens qui racontent une histoire à loisir, éduquons ces hommes, e en paroles.
— C’est ce qu’il faut faire.
— Quelle sera donc leur éducation ? N’est-il pas difficile d’en trouver une meilleure que celle qui a été inventée dans l’étendue du temps passé ? C’est à savoir, n’est-ce pas, l’exercice gymnastique pour ce qui est des corps, l’entretien des Muses pour ce qui est de l’âme.
— Oui, c’est cela.
— Est-ce que nous ne commencerons pas plutôt à les éduquer par l’entretien des Muses que par la gymnastique ?
— Si, bien sûr.
— C’est dans le domaine des Muses, dis-je, que tu places les discours, n’est-ce pas ?
— Pour moi, oui.
— Or des discours l’espèce se divise en deux : l’une des vrais, et l’autre des faux ?
— Oui.
— Et il faut éduquer avec les deux espèces, mais d’abord avec les discours faux ?
— Je ne comprends pas, dit-il, en quel sens tu dis cela.
— Tu ne comprends pas, dis-je, que nous commençons par raconter des histoires aux enfants ? Or cela, dans l’ensemble, n’est-ce pas, est de l’ordre du faux (même s’il s’y trouve aussi du vrai). Et nous avons donc recours aux histoires, devant les enfants, avant d’avoir recours à l’exercice nu.
— Oui, c’est cela.
— C’est bien ce que je disais, qu’il faut s’attacher à la musique avant de s’attacher à la gymnastique.
— C’est correct, dit-il.
— Or tu sais que le commencement de toute œuvre, c’est le plus important, en particulier pour tout ce qui est jeune et b tendre? Car c’est surtout à ce moment-là que chaque être se modèle, et que s’enfonce le mieux le caractère qu’on veut imprimer en lui.
— Oui, parfaitement.
— Est-ce qu’alors nous laisserons aussi facilement les enfants écouter les premières histoires venues modelées par les premiers venus , et recevoir dans leurs âmes des opinions pour l’essentiel opposées à celles que nous croyons qu’ils devront avoir, lorsqu’ils seront des hommes faits ?
— Nous ne les laisserons certainement pas.
— Il nous faut donc d’abord, semble-t-il, superviser les créateurs d’histoires : approuver l’histoire qu’ils créeront, si elle est convenable, et sinon, la désapprouver. Et celles qui auront été approuvées, nous persuaderons les nourrices et les mères de les raconter aux enfants, et de modeler leurs âmes par ces histoires bien plus encore "qu’elles ne modèlent leurs corps avec leurs mains . Quant à celles qu’elles racontent à présent, pour la plupart il faut les rejeter.
— Mais lesquelles ? dit-il.
— C’est à travers les grandes histoires, dis-je, que nous pourrons examiner aussi les plus petites. Car il faut bien qu’il y ait le même modèle, et le même pouvoir, dans les plus grandes et dans d les plus petites. Ne le crois-tu pas?
— Si, je le crois, dit-il. Mais je ne conçois même pas lesquelles tu nommes les plus grandes.
— Celles, dis-je, qu’Hésiode et Homère nous racontent l’un et l’autre, ainsi que les autres poètes. Car ce sont eux, n’est-ce pas, qui ont composé pour les hommes des histoires fausses, et qui les ont racontées et continuent à les raconter à présent.
— Mais desquelles veux-tu parler, dit-il, et que blâmes-tu en elles ?
— Ce que précisément il faut y blâmer, dis-je, d’abord et par-dessus tout, en particulier lorsqu’on y dit le faux d’une façon qui ne convient pas. e — Qu’est-ce là ?
— Lorsqu’on représente mal, par la parole, ce que sont les dieux et les héros, comme un dessinateur dont le dessin ne ressemblerait en rien à ce dont il voudrait dessiner la ressemblance.
— Oui, en effet, dit-il, de tels défauts on a raison de les blâmer. Mais qu’entendons-nous par là, et que visons-nous ?
— Pour commencer, dis-je, la plus grande fausseté, celle qui porte sur les êtres les plus importants : celle qu’a dite, et d’une façon qui n’est pas convenable, celui qui a prétendu qu’Ouranos aurait accompli l’acte qu’Hésiode lui attribue, et que Kronos à son tour l’en aurait puni . Or "ces actes 378 de Kronos, et ce qu’il aurait subi de son fils, même s’ils étaient avérés je ne croirais pas qu’il faudrait les raconter aussi facilement à des êtres jeunes, dépourvus de bon sens ; le mieux serait de les taire; et s’il y avait quelque nécessité à les dire, qu’on les fasse entendre, sous le sceau du secret, au moins de gens possible, après un sacrifice, non pas celui d’un porc, mais celui de quelque importante et introuvable victime, de façon que le moins de gens possible aient l’occasion de les entendre.
— Oui, en effet, dit-il, ces récits-là sont choquants.
— Et il ne faut pas, Adimante, dis-je, qu’on les raconte b dans notre cité. Il ne faut pas non plus faire entendre à un jeune qu’en allant au bout de l’injustice il ne ferait rien dont on doive s’étonner, ni non plus qu’en maltraitant à son tour de n’importe quelle manière un père qui le traite injustement, il ferait exactement la même chose que les premiers et les plus grands des dieux.
— Non, par Zeus, dit-il, à moi non plus cela ne semble pas être des choses à dire.
— Ni non plus généralement, dis-je, que des dieux fassent la guerre, complotent, et combattent contre d’autres dieux — d’ailleurs ce n’est même pas vrai c -, si du moins on veut que ceux qui vont garder notre cité considèrent comme la chose la plus déshonorante de se traiter aisément les uns les autres en ennemis. Il faut bien éviter de leur raconter des histoires et de représenter des tableaux color és de combats de géants, et des nombreuses autres querelles de toutes sortes qui auraient opposé dieux et héros à leurs propres parents et à ceux de leur maison. Mais si nous voulons avoir une chance de les convaincre que jamais aucun citoyen n’eut d’hostilité envers un autre, et que ce serait d’ailleurs chose impie, c’est précisément cela qu’il faut plutôt leur faire dire dès "l’enfance par les vieillards et les vieilles femmes, et il faut aussi, à l’intention des plus âgés, contraindre les poètes à composer des discours qui aillent dans ce sens. Mais l’histoire d’Héra ligotée par son fils , et d’Héphaïstos jeté à terre par son père au moment où il voulait défendre sa mère brutalisée , et toutes les histoires de combats de dieux qu’Homère a composées , il ne faut pas les accueillir dans la cité, qu’elles soient composées avec àes intentions cachées ou sans intentions cachées. Car le jeune homme n’est pas capable de discriminer entre ce qui est intention cachée et ce qui ne l’est pas : en revanche les impressions qu’à son âge il reçoit dans ses opinions tendent e à devenir difficiles à effacer et immuables. C’est sans doute précisément pourquoi il faut accorder une grande importance à ce que les premières choses qu’ils entendent soient des histoires racontées de la façon la plus convenable possible pour amener à l’excellence.
— Oui, cela a du sens, dit-il, Mais si quelqu’un alors nous demandait quelles sont ces choses et quelles sont ces histoires, lesquelles désignerions-nous ? Alors moi je lui dis :
— O Adimante, nous ne sommes pas poètes ni toi ni moi, pour l’instant, mais des fondateurs de cité. Or aux fondateurs il revient de connaître les modèles auxquels doivent se référer les poètes pour raconter les histoires, et si ceux-ci composent leurs poèmes en s’en écartant, il ne faut pas les laisser faire ; mais ce n’est certes pas aux fondateurs de composer les histoires.
— Tu as raison, dit-il. Mais pour rester sur ce point "même, à savoir les modèles régissant les discours sur les dieux, quels seraient-ils ?
— Ils seraient à peu près ceux-ci, dis-je : il faut à chaque fois sans aucun doute restituer le dieu tel qu’il se trouve être, qu’on le représente par une composition en vers épiques, en vers lyriques, ou dans une tragédie.
— Oui, il le faut.
— Or le dieu est réellement bon, et c’est ce qu’il faut dire qu’il est ?
— Bien sûr.
— Mais aucune des choses bonnes n’est nuisible. N’est-ce pas ?
— Non, à mon avis.
— Et est-ce que ce qui n’est pas nuisible nuit ?
— Nullement.
— Et ce qui ne nuit pas, cela produit-il quelque mal ?
— Non plus.
— Et ce qui ne produit aucun mal ne pourrait non plus être la cause d’aucun mal ?
— Comment serait-ce possible ?
— Mais voyons : ce qui est bon est bienfaisant ?
— Oui.
— Donc cause d’un effet bon ?
— Oui.
— Donc le bien n’est pas cause de toutes choses ; il est la cause de celles qui sont bonnes, mais il n’est pas la cause des maux,
— Oui, absolument, dit-il.
— Donc le dieu, dis-je, puisqu’il est bon, ne peut pas non plus être la cause de toutes choses, comme le dit la masse des gens ; il est la cause d’une petite partie de ce qui arrive aux humains, et n’est pas la cause de la plus grande partie. Car les choses bonnes pour nous sont bien moins nombreuses que celles qui sont mauvaises ; pour celles qui sont bonnes, il ne faut pas chercher d’autre cause que lui, tandis que pour les mauvaises il faut chercher d’autres causes que le dieu.
— Tu me sembles dire tout à fait vrai, dit-il.
— Il ne faut donc, dis-je, accepter ni d’Homère ni d’un autre poète qu’il commette, par manque de réflexion, ni qu’il diffuse, à propos des dieux, l’erreur consistant à croire que deux jarres sont plantées dans le seuil de Zeus peines de destins, heureux dans l’une, mauvais dans l’autre et que celui à qui Zeus donne un mélange de l’une et de l’autre, rencontre tantôt le malheur, et tantôt le bonheur , tandis que celui à qui au lieu de cela, il sert de la seconde, sans la mélanger, lui, une faim mauvaise le chasse à travers la terre divine et à nouveau Zeus a été institué notre dispensateur des biens et des maux.
Quant à l’atteinte aux serments et aux traités que Pandaros a commise, si quelqu’un affirme que c’est à cause d’Athéna et de Zeus qu’elle s’est produite , nous ne le louerons pas, ni non plus s’il dit que la querelle des déesses et leur 380 jugement ont eu pour cause Thémis et Zeus ; et il ne faut pas laisser non plus les jeunes entendre le propos qu’Eschyle formule ainsi : un dieu sème chez les mortels l’action coupable quand il veut totalement ruiner une maison
"Eh bien, si quelque poète compose le poème où se trouvent ces iambes : "Les souffrances de Niobé" , ou "des Pélopides " , ou "de Troie " , ou quelque autre morceau comparable, soit il ne faut pas laisser dire que ce sont là les actions d’un dieu, soit, si l’on admet que ce sont les actions d’un dieu, il faut leur trouver le genre de raison que nous recherchons à présent : dire d’une part que le dieu a accompli là des actes justes b et bons, dire d’autre part que ceux qui ont été châtiés en ont bénéficié. Mais il ne faut pas laisser le poète prétendre que soient à plaindre ceux qui ont subi un juste châtiment, et que ce soit un dieu qui ait causé ce malheur. Si les poètes disaient en revanche que les méchants, dans leur malheur, avaient besoin de châtiment, et qu’en subissant un juste châtiment ils ont reçu du dieu un bienfait, il faudrait les laisser dire, Mais l’affirmation que le dieu, qui est bon, serait la cause des maux de quelqu’un, il faut la combattre de toutes les manières possibles, et empêcher que quiconque la soutienne dans sa propre cité, si on veut que ce]le-ci ait de bonnes lois, ou que quiconque l’entende, qu’il soit jeune c ou vieux, que l’histoire en soit rapportée en mètres ou sans mètre, parce qu’il serait impie de la rapporter, que cela ne serait pas notre intérêt, et que ces histoires ne seraient pas cohérentes les unes avec les autres,
— Je vote avec toi pour cette loi, dit-il, et elle me plaît.
— Alors ce serait là, dis-je, la première des lois et le premier des modèles concernant les dieux, auxquels il faudra que se conforment les conteurs dans leurs récits et les poètes dans leurs poèmes : que le dieu n’est pas la cause de toutes choses, mais seulement des biens.
— Cela est tout à fait satisfaisant, dit-il.
— Et que sera d la seconde loi, des lors ? Crois-tu que le dieu soit un magicien, capable à dessein de faire percevoir "son apparence tantôt sous une forme et tantôt sous une autre, tantôt soumis lui-même au devenir, modifiant son être spécifique pour passer en de nombreuses figures différentes, tantôt nous égarant en nous faisant seulement croire que cela lui arrive, ou bien crois-tu qu’il soit simple, et que moins que tout autre il sorte de sa propre forme ?
— Je ne peux le dire, pour l’instant en tout cas, dit-il.
— Mais que penses-tu de ceci : n’y a-t-il pas nécessité, en admettant qu’une chose s’écarte de sa propre forme, à ce qu’ou bien elle se transforme par elle-même, ou bien elle soit transformée e par une autre ?
— Si, cela est nécessaire.
— Or, les choses qui sont les meilleures ne sont-elles pas celles qui sont le moins modifiées et mises en mouvement par autre chose qu’elles-mêmes ? Ainsi le corps l’est par les nourritures, les boissons, et les travaux pénibles, et toute plante l’est par l’ensoleillement, les vents, et les atteintes de ce genre : le plus sain et le plus vigoureux d’entre ces êtres n’est-il pas celui qui en est le moins 381 modifié ?
— Si, bien sûr.
— Et dans le cas d’une âme, n’est-ce pas la plus virile et la plus sage qu’une affection externe troublerait et affecterait le moins ?
— Si.
— Et il en irait sans doute ainsi de tous les objets fabriqués, des constructions, et des vêtements, selon le même principe : ceux qui ont été bien fabriqués et qui sont en bon état, sont le moins altérés par le temps et par les autres affections,
— Oui, c’est bien cela.
— Donc tout ce qui est comme il faut, soit par nature, "soit b par art, soit par les deux, est ce qui reçoit le moins de modification de quelque chose d’autre.
— Apparemment.
— Mais le dieu, lui, et ce qui touche au dieu, est le mieux possible à tous égards.
— Forcément,
— Alors en ce sens celui qui pourrait le moins prendre des formes nombreuses, c’est le dieu.
— Certes, c’est lui.
— Mais pourrait-il se modifier et s’altérer lui-même ?
— Il est visible que oui, dit-il, en admettant qu’il s’altère.
— Serait-ce alors pour devenir meilleur et plus beau qu’il se modifiera, ou pour devenir pire et plus laid qu’il n’est lui-même ?
— Il est nécessaire, dit-il, que ce soit pour devenir pire, en admettant qu’il s’altère, c Car nous refuserons de dire que le dieu puisse manquer de beauté ou d’excellence.
— Tu as tout à fait raison, dis-je. Et, si les choses sont ainsi, est-il vraisemblable, selon toi, Adimante, que l’un des dieux ou des hommes se rende volontairement pire à quelque égard ?
— C’est impossible, dit-il.
— Il est donc impossible, dis-je, à un dieu aussi, de consentir à se modifier lui-même, mais, apparemment, étant le plus beau et le meilleur qu’il soit possible, chacun des dieux se maintient toujours simplement dans la forme qui lui est propre.
— Moi en tout cas, dit-il, cela me semble tout à fait nécessaire.
— Que personne donc, d homme excellent, dis-je, qu’aucun des poètes ne nous dise que des dieux, prenant l’apparence d’étrangars venus d’autres lieux, prenant toutes les formes, font le tour des cités... "et qu’aucun non plus n’aille accuser faussement Protée ou Thétis , ni introduire, dans des tragédies ou dans les autres poèmes, une Héra transformée en prêtresse faisant une collecte pour les enfants donneurs de vie du fleuve Inachos d’Argos et que les nombreuses e autres faussetés du même genre, on n’aille pas nous les raconter. Et que les mères, persuadées à leur tour par ces poètes, n’aillent pas effrayer les enfants, en racontant les histoires de travers, pour pré- tendre qu’en effet certains dieux circulent, la nuit, en prenant l’apparence de toutes sortes d’étrangers divers ; on évitera à la fois qu’elles ne blasphèment envers les dieux, et ne rendent les enfants plus lâches.
— En effet, il ne le faut pas, dit-il.
— Mais est-ce qu’en eux-mêmes, dis-je, les dieux sont tels qu’ils ne se modifient pas, tout en nous faisant croire à la diversité de leurs apparences, en nous trompant et en usant de magie ?
— Peut-être, dit-il.
— Allons ! dis-je. Un dieu consentirait-il 382 à avancer le faux, soit en paroles, soit en acte, en produisant une apparition pour le remplacer ?
— Je ne sais pas, dit-il.
— Tu ne sais pas, dis-je, que le véritable faux, s’il est possible de parler ainsi, tous le détestent, hommes et dieux ?
— En quel sens dis-tu cela ? reprit-il. "- En ce sens-ci, dis-je : que dans la partie en quelque sorte souveraine de soi-même, et à propos de ce qui est souverain, personne ne consent volontairement à recevoir le faux, mais qu’on craint plus que tout de l’avoir dans ce lieu-là.
— Je ne comprends toujours pas, dit-il.
— C’est que tu crois, dis-je, b que je dis quelque chose de solennel. Mais je dis simplement que pour l’âme, à propos de ce qui est réel, recevoir le faux, en être la victime, être dépourvu de connaissance, avoir le faux en ce lieu et l’y conserver, c’est ce qu’on accepterait le moins, et que c’est ce qu’on déteste le plus avoir dans un tel lieu.
— Certainement, dit-il.
— Eh bien ce dont je parlais à l’instant, c’est ce qui mériterait le plus exactement le nom de "véritable faux " : l’ignorance, dans son âme, de celui à qui on a dit le faux. Car le faux qui est dans les paroles est une sorte d’imitation de celui qui est éprouvé dans l’âme, une image c produite dans un second temps ; ce n’est pas un faux tout à fait exempt de mélange. N’en est-il pas ainsi ?
— Si, tout à fait.
— Or donc ce qui est réellement faux est détesté non seulement par les dieux, mais aussi par les humains.
— Oui, c’est mon avis.
— Mais que dire alors du faux qui est dans les paroles ? Quand et à qui est-il utile, cessant ainsi de mériter la haine ? N’est-ce pas à l’encontre des ennemis, et de ceux qui, parmi nos prétendus amis, chercheraient, sous l’emprise du délire ou de quelque folie, à faire quelque mal ? C’est alors que le faux devient utile comme une drogue, pour les en détourner. De plus, dans d l’invention d’histoires dont nous parlions à l’instant, quand on ne sait pas où est le vrai concernant les choses du passé, en rendant le faux le plus possible semblable au vrai, ne le rendons-nous pas utile ?
— Si, dit-il, c’est tout à fait le cas. "- Mais alors, selon lequel de ces principes le faux pourrait-il être utile au dieu ? Est-ce par ignorance des choses anciennes qu’il dirait le faux en le rendant vraisemblable ?
— Ce serait bien risible, dit-il.
— Il n’y a donc pas, dans un dieu, un poète créateur du faux.
— Non, il ne me semble pas.
— Alors serait-ce par crainte de ses ennemis e qu’il dirait le faux ?
— Non, loin de là.
— Alors, à cause de la folie ou du délire de ses proches ?
— Mais non, dit-il, aucun de ceux qui sont fous ou qui délirent n’est cher aux dieux.
— Il n’y a donc aucune raison pour laquelle un dieu pourrait dire le faux.
— Non, il n’y en a pas.
— Donc est totalement exempt de fausseté ce qui est démonique , et ce qui est divin. Oui, absolument, dit-il.
— Donc le dieu est un être parfaitement simple et vrai à la fois en actes et en paroles, et lui-même ne se modifie pas ni ne cherche à égarer les autres, ni par des apparences, ni par des paroles, ni par l’envoi de signes, ni dans la veille ni dans les rêves. 383 — Oui, moi aussi c’est ce qui m’apparaît, à présent que je t’entends le dire.
— Tu es donc d’accord, dis-je, que c’est là le deuxième modèle auquel se conformer pour parler et composer à propos des dieux : qu’ils ne sont pas des magiciens, se modifiant eux-mêmes, et qu’ils ne nous égarent pas par des faussetés, en paroles ou en actes ? "- Oui, je suis d’accord.
— Donc, tout en faisant l’éloge de bien des choses chez Homère, nous ne ferons pourtant pas l’éloge de ceci : l’envoi du songe par Zeus à Agamemnon ; ni du passage d’Eschyle où Thétis dit qu’Apollon, chantant b lors de son mariage à elle, avait célébré les heureuses naissances qu’elle aurait,
Après avoir annoncé des vies longues, et sans maladies,Et m’avoir prédit un destin favorisé des dieux,Il entonna les belles paroles du péan, en me réconfortant.Et moi, j’espérais que la bouche divine de PhoibosÉtait sans fausseté, débordant d’art divinatoire.Mais lui, qui entonnait lui-même l’hymne, qui était présent au banquet ,Lui qui avait prédit cela, c’est lui qui a tuéCet enfant que j’avais...
Chaque fois que quelqu’un dira de telles choses à propos des dieux, nous serons sévères et nous ne lui accorderons pas de chœur, et nous ne permettrons pas aux maîtres d’école d’en faire usage dans l’éducation des jeunes, si nous voulons que nos gardiens deviennent à la fois respectueux des dieux, et aussi divins qu’il est possible à un homme.
— Oui, dit-il, pour ma part je suis tout à fait d’accord avec ces modèles, et j’aimerais en faire des lois.
Jowett
Adeimantus thought that the inquiry would be of great service to us.
Then, I said, my dear friend, the task must not be given up, even if somewhat long.
Certainly not.
Come then, and let us pass a leisure hour in story-telling, and our story shall be the education of our heroes.
By all means.
And what shall be their education ? Can we find a better than the traditional sort ? — and this has two divisions, gymnastics for the body, and music for the soul.
True.
Shall we begin education with music, and go on to gymnastics afterward ?
By all means.
And when you speak of music, do you include literature or not ?
I do.
And literature may be either true or false ?
Yes.
And the young should be trained in both kinds, and we begin with the false ?
I do not understand your meaning, he said.
You know, I said, that we begin by telling children stories which, though not wholly destitute of truth, are in the main fictitious ; and these stories are told them when they are not of an age to learn gymnastics.
Very true.
That was my meaning when I said that we must teach music before gymnastics.
Quite right, he said.
You know also that the beginning is the most important part of any work, especially in the case of a young and tender thing ; for that is the time at which the character is being formed and the desired impression is more readily taken.
Quite true.
And shall we just carelessly allow children to hear any casual tales which may be devised by casual persons, and to receive into their minds ideas for the most part the very opposite of those which we should wish them to have when they are grown up ?
We cannot.
Then the first thing will be to establish a censorship of the writers of fiction, and let the censors receive any tale of fiction which is good, and reject the bad ; and we will desire mothers and nurses to tell their children the authorized ones only. Let them fashion the mind with such tales, even more fondly than they mould the body with their hands ; but most of those which are now in use must be discarded.
Of what tales are you speaking ? he said.
You may find a model of the lesser in the greater, I said ; for they are necessarily of the same type, and there is the same spirit in both of them.
Very likely, he replied ; but I do not as yet know what you would term the greater.
Those, I said, which are narrated by Homer and Hesiod, and the rest of the poets, who have ever been the great storytellers of mankind.
But which stories do you mean, he said ; and what fault do you find with them ?
A fault which is most serious, I said ; the fault of telling a lie, and, what is more, a bad lie.
But when is this fault committed ?
Whenever an erroneous representation is made of the nature of gods and heroes — as when a painter paints a portrait not having the shadow of a likeness to the original.
Yes, he said, that sort of thing is certainly very blamable ; but what are the stories which you mean ?
First of all, I said, there was that greatest of all lies in high places, which the poet told about Uranus, and which was a bad lie too — I mean what Hesiod says that Uranus did, and how Cronus retaliated on him. The doings of Cronus, and the sufferings which in turn his son inflicted upon him, even if they were true, ought certainly not to be lightly told to young and thoughtless persons ; if possible, they had better be buried in silence. But if there is an absolute necessity for their mention, a chosen few might hear them in a mystery, and they should sacrifice not a common [Eleusinian] pig, but some huge and unprocurable victim ; and then the number of the hearers will be very few indeed.
Why, yes, said he, those stories are extremely objectionable.
Yes, Adeimantus, they are stories not to be repeated in our State ; the young man should not be told that in committing the worst of crimes he is far from doing anything outrageous ; and that even if he chastises his father when he does wrong, in whatever manner, he will only be following the example of the first and greatest among the gods.
I entirely agree with you, he said ; in my opinion those stories are quite unfit to be repeated.
Neither, if we mean our future guardians to regard the habit of quarrelling among themselves as of all things the basest, should any word be said to them of the wars in heaven, and of the plots and fightings of the gods against one another, for they are not true. No, we shall never mention the battles of the giants, or let them be embroidered on garments ; and we shall be silent about the innumerable other quarrels of gods and heroes with their friends and relatives. If they would only believe us we would tell them that quarrelling is unholy, and that never up to this time has there been any quarrel between citizens ; this is what old men and old women should begin by telling children ; and when they grow up, the poets also should be told to compose them in a similar spirit. But the narrative of Hephaestus binding Here his mother, or how on another occasion Zeus sent him flying for taking her part when she was being beaten, and all the battles of the gods in Homer — these tales must not be admitted into our State, whether they are supposed to have an allegorical meaning or not. For a young person cannot judge what is allegorical and what is literal ; anything that he receives into his mind at that age is likely to become indelible and unalterable ; and therefore it is most important that the tales which the young first hear should be models of virtuous thoughts.
There you are right, he replied ; but if anyone asks where are such models to be found and of what tales are you speaking — how shall we answer him ?
I said to him, You and I, Adeimantus, at this moment are not poets, but founders of a State : now the founders of a State ought to know the general forms in which poets should cast their tales, and the limits which must be observed by them, but to make the tales is not their business.
Very true, he said ; but what are these forms of theology which you mean ?
Something of this kind, I replied : God is always to be represented as he truly is, whatever be the sort of poetry, epic, lyric, or tragic, in which the representation is given.
Right.
And is he not truly good ? and must he not be represented as such ?
Certainly.
And no good thing is hurtful ?
No, indeed.
And that which is not hurtful hurts not ?
Certainly not.
And that which hurts not does no evil ?
No.
And can that which does no evil be a cause of evil ?
Impossible.
And the good is advantageous ?
Yes.
And therefore the cause of well-being ?
Yes.
It follows, therefore, that the good is not the cause of all things, but of the good only ?
Assuredly.
Then God, if he be good, is not the author of all things, as the many assert, but he is the cause of a few things only, and not of most things that occur to men. For few are the goods of human life, and many are the evils, and the good is to be attributed to God alone ; of the evils the causes are to be sought elsewhere, and not in him.
That appears to me to be most true, he said.
Then we must not listen to Homer or to any other poet who is guilty of the folly of saying that two casks
“Lie at the threshold of Zeus, full of lots, one of good, the other of evil lots,”
and that he to whom Zeus gives a mixture of the two
“Sometimes meets with evil fortune, at other times with good ;”
but that he to whom is given the cup of unmingled ill,
“Him wild hunger drives o’er the beauteous earth.”
And again —
“Zeus, who is the dispenser of good and evil to us.”
And if anyone asserts that the violation of oaths and treaties, which was really the work of Pandarus, was brought about by Athene and Zeus, or that the strife and contention of the gods were instigated by Themis and Zeus, he shall not have our approval ; neither will we allow our young men to hear the words of Aeschylus, that
“God plants guilt among men when he desires utterly to destroy a house.”
And if a poet writes of the sufferings of Niobe — the subject of the tragedy in which these iambic verses occur — or of the house of Pelops, or of the Trojan War or on any similar theme, either we must not permit him to say that these are the works of God, or if they are of God, he must devise some explanation of them such as we are seeking : he must say that God did what was just and right, and they were the better for being punished ; but that those who are punished are miserable, and that God is the author of their misery — the poet is not to be permitted to say ; though he may say that the wicked are miserable because they require to be punished, and are benefited by receiving punishment from God ; but that God being good is the author of evil to anyone is to be strenuously denied, and not to be said or sung or heard in verse or prose by anyone whether old or young in any well-ordered commonwealth. Such a fiction is suicidal, ruinous, impious.
I agree with you, he replied, and am ready to give my assent to the law.
Let this then be one of our rules and principles concerning the gods, to which our poets and reciters will be expected to conform — that God is not the author of all things, but of good only.
That will do, he said.
And what do you think of a second principle ? Shall I ask you whether God is a magician, and of a nature to appear insidiously now in one shape, and now in another — sometimes himself changing and passing into many forms, sometimes deceiving us with the semblance of such transformations ; or is he one and the same immutably fixed in his own proper image ?
I cannot answer you, he said, without more thought.
Well, I said ; but if we suppose a change in anything, that change must be effected either by the thing itself or by some other thing ?
Most certainly.
And things which are at their best are also least liable to be altered or discomposed ; for example, when healthiest and strongest, the human frame is least liable to be affected by meats and drinks, and the plant which is in the fullest vigor also suffers least from winds or the heat of the sun or any similar causes.
Of course.
And will not the bravest and wisest soul be least confused or deranged by any external influence ?
True.
And the same principle, as I should suppose, applies to all composite things — furniture, houses, garments : when good and well made, they are least altered by time and circumstances.
Very true.
Then everything which is good, whether made by art or nature, or both, is least liable to suffer change from without ?
True.
But surely God and the things of God are in every way perfect ?
Of course they are.
Then he can hardly be compelled by external influence to take many shapes ?
He cannot.
But may he not change and transform himself ?
Clearly, he said, that must be the case if he is changed at all.
And will he then change himself for the better and fairer, or for the worse and more unsightly ?
If he change at all he can only change for the worse, for we cannot suppose him to be deficient either in virtue or beauty.
Very true, Adeimantus ; but then, would anyone, whether God or man, desire to make himself worse ?
Impossible.
Then it is impossible that God should ever be willing to change ; being, as is supposed, the fairest and best that is conceivable, every God remains absolutely and forever in his own form.
That necessarily follows, he said, in my judgment.
Then, I said, my dear friend, let none of the poets tell us that
“The gods, taking the disguise of strangers from other lands, walk up and down cities in all sorts of forms ;”
and let no one slander Proteus and Thetis, neither let anyone, either in tragedy or in any other kind of poetry, introduce Here disguised in the likeness of a priestess asking an alms
“For the life-giving daughters of Inachus the river of Argos ;”
— let us have no more lies of that sort. Neither must we have mothers under the influence of the poets scaring their children with a bad version of these myths — telling how certain gods, as they say, “Go about by night in the likeness of so many strangers and in divers forms ;” but let them take heed lest they make cowards of their children, and at the same time speak blasphemy against the gods.
Heaven forbid, he said.
But although the gods are themselves unchangeable, still by witchcraft and deception they may make us think that they appear in various forms ?
Perhaps, he replied.
Well, but can you imagine that God will be willing to lie, whether in word or deed, or to put forth a phantom of himself ?
I cannot say, he replied.
Do you not know, I said, that the true lie, if such an expression may be allowed, is hated of gods and men ?
What do you mean ? he said.
I mean that no one is willingly deceived in that which is the truest and highest part of himself, or about the truest and highest matters ; there, above all, he is most afraid of a lie having possession of him.
Still, he said, I do not comprehend you.
The reason is, I replied, that you attribute some profound meaning to my words ; but I am only saying that deception, or being deceived or uninformed about the highest realities in the highest part of themselves, which is the soul, and in that part of them to have and to hold the lie, is what mankind least like ; — that, I say, is what they utterly detest.
There is nothing more hateful to them.
And, as I was just now remarking, this ignorance in the soul of him who is deceived may be called the true lie ; for the lie in words is only a kind of imitation and shadowy image of a previous affection of the soul, not pure unadulterated falsehood. Am I not right ?
Perfectly right.
The true lie is hated not only by the gods, but also by men ?
Yes.
Whereas the lie in words is in certain cases useful and not hateful ; in dealing with enemies — that would be an instance ; or again, when those whom we call our friends in a fit of madness or illusion are going to do some harm, then it is useful and is a sort of medicine or preventive ; also in the tales of mythology, of which we were just now speaking — because we do not know the truth about ancient times, we make falsehood as much like truth as we can, and so turn it to account.
Very true, he said.
But can any of these reasons apply to God ? Can we suppose that he is ignorant of antiquity, and therefore has recourse to invention ?
That would be ridiculous, he said.
Then the lying poet has no place in our idea of God ?
I should say not.
Or perhaps he may tell a lie because he is afraid of enemies ?
That is inconceivable.
But he may have friends who are senseless or mad ?
But no mad or senseless person can be a friend of God.
Then no motive can be imagined why God should lie ?
None whatever.
Then the superhuman, and divine, is absolutely incapable of falsehood ?
Yes.
Then is God perfectly simple and true both in word and deed ; he changes not ; he deceives not, either by sign or word, by dream or waking vision.
Your thoughts, he said, are the reflection of my own.
You agree with me then, I said, that this is the second type or form in which we should write and speak about divine things. The gods are not magicians who transform themselves, neither do they deceive mankind in any way.
I grant that.
Then, although we are admirers of Homer, we do not admire the lying dream which Zeus sends to Agamemnon ; neither will we praise the verses of Aeschylus in which Thetis says that Apollo at her nuptials
“was celebrating in song her fair progeny whose days were to be long, and to know no sickness. And when he had spoken of my lot as in all things blessed of heaven, he raised a note of triumph and cheered my soul. And I thought that the word of Phoebus, being divine and full of prophecy, would not fail. And now he himself who uttered the strain, he who was present at the banquet, and who said this — he it is who has slain my son.”
These are the kind of sentiments about the gods which will arouse our anger ; and he who utters them shall be refused a chorus ; neither shall we allow teachers to make use of them in the instruction of the young, meaning, as we do, that our guardians, as far as men can be, should be true worshippers of the gods and like them.
I entirely agree, he said, in these principles, and promise to make them my laws.