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Ensaio sobre Miguel de Molinos

Valente – Mística em Miguel de Molinos

José Angel Valente

segunda-feira 28 de março de 2022, por Cardoso de Castro

      

Palabra esencialmente «experimental», portadora de experiencias radicales, la palabra del místico o la palabra del poeta es también una invitación a la experiencia o una experiencia que se sitúa en los límites de la experiencia posible, pues es a la vez experiencia de los límites y destrucción o apertura infinita de éstos.

      

La primera paradoja del místico es situarse en el lenguaje, señalarnos desde el lenguaje y con el lenguaje una experiencia que el lenguaje no puede alojar. Cabría decir, en este sentido, que el místico se sitúa paradójicamente entre el silencio y la locuacidad. Esta afirmación que, a primera vista, puede parecer excesiva, no lo es si el fenómeno   se analiza en profundidad o si se piensa que incluso está explícitamente formulada desde la propia tradición mística. En efecto, el anónimo inglés de The Cloud of Unknowing   declara: «Porque el silencio no es Dios ni la palabra es Dios (...) Dios está oculto entre ambos». La experiencia del místico es una experiencia absoluta, pero a la vez pertenece de algún modo al mundo de la mediación. Entre el silencio y la palabra, ese vacío intersticial del que habla Lilian Silburn   [1] no puede ser reducido ni a silencio ni a palabra y es reclamado por ambos. Identificación con el vacío indecible, la experiencia del místico se aloja en el lenguaje forzándolo a decir lo indecible en cuanto tal. Tensión entre el silencio y la palabra que el decir del místico sustancialmente conlleva, porque su lenguaje es señal ante todo de lo que se manifiesta sin salir de la no manifestación. En su descenso sobre el lenguaje, la experiencia del místico arrasa el lenguaje para llevarlo a un extremo de máxima tensión, al punto en que el silencio y la palabra se contemplan a una y otra orilla de un vacío que es incallable e indecible a la vez.

En ese estado   paradójico de contracción y dilatación máximas, la expresión de la experiencia mística ha llevado el lenguaje a sus formas más puras en muchas tradiciones. La nuestra sería impensable sin pasar por Teresa de Ávila y Juan de la Cruz  . [2] Tal es la tradición difícilmente renunciable en que se sitúa la Guía espiritual.

No sería de utilidad profunda ni aquí interesa hacer una mera lectura formal del texto místico. Sólo ateniéndose a criterios extremadamente convencionales cabe abstraer el decir del místico de la experiencia indecible que en él se manifiesta. Cernido en un tamiz de fuego, el lenguaje del místico está radicalmente determinado por sus contenidos o por una experiencia cuyo contenido último es el vacío en cuanto negación de todo contenido que se oponga al estado de transparencia, de receptibilidad o de disponibilidad absolutas en que la experiencia mística se hace posible.

Ni desde una consideración religiosa ni desde una consideración poética cabría abstraer esa experiencia, salvo a riesgo de abstenerse de toda aproximación verdadera a la palabra del místico o a la del poeta por igual. Con indudable acierto y muy a este propósito se abre una colección reciente de textos de budismo   Tch’an   (Zen) [3] con la siguiente cita de Chómei (1212 después de J.C.):

«Considera la vida de los pájaros y de los peces. Jamás el pez se cansa del agua; pero, no siendo pez, nunca podrás saber lo que el pez siente. Jamás el pájaro se fatiga del bosque; pero, no siendo pájaro, nunca comprenderás sus sentimientos. Igual sucede con la vida religiosa y la vida poética: si no las vives, nada comprenderás jamás de ellas.»

Palabra esencialmente «experimental», portadora de experiencias radicales, la palabra del místico o la palabra del poeta es también una invitación a la experiencia o una experiencia que se sitúa en los límites de la experiencia posible, pues es a la vez experiencia de los límites y destrucción o apertura infinita de éstos. Proyectada sobre el lenguaje, la experiencia mística se sitúa, en efecto, en los límites del poder de la palabra, y la aprehensión de su sentido exige al entendimiento — según expresión de Nicolás de Cusa — abandonar «los caracteres propios de las palabras que utilizamos». El abandono del carácter utilitario que el lenguaje tiene en el discursus viene impuesto por la abolición de éste, por el tránsito del proceso discursivo a la visión intelectiva, al entender propiamente noético que, en el caso del místico, es un saber del no saber o, todavía en palabras del Cusano, un «intelligere incomprehensibiliter».

Abolición del discursus, ingreso del lenguaje en una salida de sí mismo, transformación de la palabra de instrumento de la comunicación en forma de la contemplación: tales serían los elementos   más inmediatamente visibles de la materia verbal en que la experiencia mística (en cuanto tal y no como posible objeto de mera descripción doctrinal) se aloja. Hay en todos los elementos antedichos un movimiento de apertura, de negación de los límites, de irresistible salida. A tal elemento corresponde en el orden de la experiencia el estadio desencadenante de la vida propiamente mística. Pues para entrar en la contemplación (entréme donde no supe) es necesario haber optado por una primera y radical salida (salí sin ser notada — estando ya mi casa sosegada). Salida de los propios límites, salida del recinto del alma   o de la operación particular de sus potencias, salida de sí mismo. Porque el proceso que esa salida inicia es precisamente el de la destrucción (o el deshacimiento, en palabra de San Juan de la Cruz) de la identidad del sí mismo (sólo pensable como oposición a otro) por unión con lo que la teología negativa de Occidente ha llamado el non-aliud, el que no es otro" con respecto de nadie.


Ver online : Molinos


[1«Le Vide, le Rien, l’Abîme» en Le vide, expérience spirituelle en Occident et en Orient, Hermes, 6.

[2Así habría que entender la siguiente afirmación de Unamuno, citada por Rafael Urbano en su introducción a la Guía (Barcelona, 1906): «Los místicos han creado el idioma».

[3Tch’an (Zen), Hermes, 7.