Gredos
—Con todo, no hemos expuesto las mayores retribuciones de la excelencia [c] y los premios propuestos.
—Hablas de algo extraordinariamente grande, si es que existe otra cosa más grande que las ya mencionadas.
—Pero ¿qué podría llegar a ser grande en un tiempo tan pequeño? Pues todo el tiempo que transcurre desde la niñez hasta la vejez es poco en comparación con la totalidad del tiempo.
—Desde luego no es nada.
—Ahora bien, ¿piensas que una cosa inmortal ha de esforzarse en dlo tocante a este breve tiempo, pero no en lo tocante a la totalidad?
—No lo pienso, pero ¿qué quieres decir con eso?
—¿No te percatas de que nuestra alma es inmortal y jamás perece?
Y Glaucón, mirándome sorprendido, exclamó:
—No, ¡por Zeus ! Pero ¿puedes decir eso?
—Debo estarlo, y pienso que tú también, pues no es nada difícil.
—Para mí sí, pero con gusto oiría de ti eso que no es difícil.
—Escucha.
—Habla.
—¿Llamas a algo «bueno» y a algo «malo»?
—Sí.
—¿Y lo piensas como yo?e
—¿De qué modo?
—Todo lo que corrompe y destruye es lo malo, lo que preserva y beneficia es lo bueno.
—De acuerdo.
—¿Y dices que para cada cosa hay algo malo y algo bueno? Por ejemplo, la oftalmía para los ojos, la enfermedad para el cuerpo entero, 609ael nublo para el trigo , la putrefacción para la madera, el orín para el bronce y el hierro, y, como digo, prácticamente para todas y cada una de las cosas, un mal y una enfermedad que le corresponden por naturaleza.
—Así es.
—Y cuando alguno de estos males sobreviene a una cosa, ¿no hace acaso perversa a la cosa a la que sobreviene, terminando por disolverla y destruirla?
—Claro que sí.
—Por consiguiente, el mal que por naturaleza corresponde a cada cosa y la perversión la destruyen; y, si no la destruye el mal, ninguna botra cosa podrá ya corromperla. En efecto, el bien jamás la destruirá, ni tampoco lo que no es ni malo ni bueno.
—Sin lugar a dudas.
—Por lo tanto, si descubrimos algún ser en el cual haya un mal que lo envilece pero que no puede disolverlo ni destruirlo, ¿no sabremos con eso que un ser de tal naturaleza no puede perecer?
—Probablemente.
—Pues bien, ¿no hay para el alma algo que la hace mala?
—Por cierto que sí, todas las cosas que hemos enumerado, como la cinjusticia, la inmoderación, la cobardía y la ignorancia.
—¿Y acaso alguno de estos males la disuelve o destruye? Mira que no nos engañemos creyendo que el hombre injusto e insensato que es sorprendido delinquiendo perece entonces a causa de la injusticia, que es el mal de esa alma. Más bien piénsalo así: del mismo modo que la enfermedad, que es la perversión del cuerpo, corrompe y destruye a éste y lo conduce a no ser siquiera cuerpo, también todas las cosas que dacabamos de mencionar, por causa de la maldad propia de ellas, que se les adhiere y reside en ellas, se corrompen hasta desembocar en el no ser. ¿No es cierto?
—Sí.
—Ven, pues, y examina el alma de la misma manera: la injusticia ínsita en ella, así como los demás males que se adhieren y residen en ella, ¿la corrompen y exterminan hasta llevarla a la muerte , separada del cuerpo?
—Eso de ningún modo.
—Por otra parte, sería irracional pensar que la perversión de una cosa destruye a otra, mientras que no lo logra la perversión propia de ésta.
—Completamente irracional.
e—Mira, Glaucón, que no es por causa de la perversión que se halla en los alimentos que pensamos que el cuerpo debe perecer, sea porque estén rancios o podridos o lo que fuere; más bien es cuando la perversión de los alimentos engendra en el cuerpo la maldad propia de éste, que decimos que el cuerpo ha sucumbido debido a estos alimentos, pero por causa de su propio mal, que es la enfermedad. Dado que los alimentos son una cosa y el cuerpo otra, jamás debemos estimar que el cuerpo perezca por la perversión de los alimentos, o sea, por un mal 610aajeno, hasta tanto éste no introduzca en el cuerpo el mal que es propio de éste.
—Hablas muy correctamente.
—De acuerdo con el mismo razonamiento, mientras la perversión del cuerpo no introduzca en el alma la perversión de ésta, nunca estimaremos que el alma perece por causa de un mal ajeno sin la perversión peculiar del alma, y que así una cosa perezca por el mal de otra.
—Tienes razón.
—Demostremos, entonces, que esto que decimos es erróneo, o bien, mientras no sea refutado, no digamos nunca que el alma perece por bcausa de la fiebre o de cualquier otra enfermedad o por causa de un asesinato, ni aunque se cortara todo el cuerpo en pedacitos. Antes de eso tendría que demostrarse que, por causa de los padecimientos del cuerpo, el alma se torna más injusta y sacrílega. No permitiremos que se diga que, por obra del surgimiento de un mal ajeno a una cosa, si no se le añade el mal peculiar de ella, el alma o cualquier otra cosa vaya ca perecer.
—Sin duda alguna, nadie demostrará que las almas de los moribundos se vuelven más injustas por efecto de la muerte.
—Pero si alguien se atreve a atacar nuestros razonamientos, si para no verse forzado a convenir que las almas son inmortales, dice que el moribundo se vuelve más malvado e injusto, consideraremos que, si dice verdad quien afirma tal cosa, la injusticia es mortal, no menos que la enfermedad, para quien la posee, y también que por obra de este mal, asesino por su propia naturaleza, mueren quienes lo reciben, más drápidamente quienes lo reciben en mayor cantidad, más lentamente los otros; y no como ahora, que los injustos mueren a causa de la pena que les infligen otros.
—Por Zeus, que no parecería entonces la injusticia algo demasiado terrible, si es mortal para quien la asume, pues así se desembarazaría de sus males. Más bien pienso que se revela como todo lo contrario, que mata a los demás cuando puede, y en cambio al que la asume lo etorna bien vivo, y además de vivo, despierto; tan lejos de la muerte, parece, vive la injusticia.
—Hablas bien —respondí—. Porque cuando la perversión propia del alma y su mal propio no son capaces de matarla y destruirla, difícilmente el mal asignado para la destrucción de otro objeto hará sucumbir al alma o a cualquier otra cosa, excepto aquella a la cual está asignado.
—Difícilmente, en verdad.
611a—En cambio, cuando algo no perece a causa de un mal ni propio ni ajeno, es evidente que forzosamente ha de existir siempre, y, si existe siempre, que es inmortal.
—Es forzoso.
—Tengamos esto como siendo así; y si es así, advierte que existen siempre las mismas almas, puesto que, al no perecer ninguna, no pueden llegar a ser menos ni tampoco más. En efecto, si se acrecentara el número de los seres inmortales, este acrecentamiento provendría, como te das cuenta, de lo mortal, y todas las cosas concluirían por ser inmortales.
—Dices la verdad.
—Pero eso no lo hemos de pensar, pues la razón no lo consiente, basí como tampoco que el alma, en su naturaleza más verdadera, sea de tal índole que esté plena de variedad, desemejanza y diferencia con respecto a sí misma.
—¿Qué quieres decir?
—No es fácil que sea eterno algo compuesto de muchas partes y necesitado de una composición que no es la más bella, tal como se nos ha mostrado el alma.
—No es probable, en efecto.
—Que el alma es inmortal, el argumento que acabamos de dar, ccon los demás argumentos, nos fuerzan a admitirlo. Pero para saber cómo es en verdad, debemos contemplarla no como la vemos ahora, estropeada por la asociación con el cuerpo y por otros males, sino que hay que contemplarla suficientemente con el razonamiento, tal cual es cuando llega a ser pura. Entonces se la hallará mucho más bella y se percibirá más claramente la justicia y la injusticia y todo lo que acabamos de describir. Lo que decimos ahora respecto de ella es cierto en lo que toca a su apariencia presente ; y la hemos contemplado en una condición dtal como la del dios del mar Glauco,[223] cuya naturaleza primitiva, al verlo, no es fácil distinguir ya que, de las partes antiguas de su cuerpo, unas han sido desgarradas, otras estrujadas y estropeadas completamente por las olas, en tanto se han añadido a su naturaleza otras por aglomeración de conchas, algas y piedras, de modo que se asemeja más a una bestia que a lo que es por naturaleza. Y es así como contemplamos el alma, afectada en su condición natural por miles de males. Pero ahora debemos mirar hacia allí, Glaucón.
—¿Hacia dónde?
—Hacia su amor por la sabiduría; y debemos advertir a qué objetos ealcanza y a qué compañía apunta, dada su afinidad con lo divino, inmortal y siempre existente, así como qué llegaría a ser si siguiese a algo de tal índole y fuera llevada por este impulso fuera del mar en el que ahora está, desnudándose de las piedras y conchas que actualmente la cubren, porque hace sus festines en la tierra, y que crecen a su alrededor, 612acomo abundancia terrosa y pétrea, a causa de estos festines que son llamados «bienaventurados». Entonces se verá su verdadera naturaleza, y si es compuesta o simple en su forma, qué es ella y cómo es. Pienso que por el momento hemos descrito razonablemente sus afecciones y formas durante la vida humana.
—Completamente de acuerdo.
—Pues bien; hemos alejado las dificultades que se habían suscitado en la argumentación,[224] sin poner en juego las recompensas de la justicia bni su reputación, tal como vosotros decís que lo hacen Homero y Hesíodo , y hemos descubierto que la justicia es en sí misma lo mejor para el alma en sí misma, y que ésta debe hacer lo justo cuente o no con el anillo de Giges[225] y, además de semejante anillo, el yelmo de Hades .[226]
—Dices una gran verdad.
—Pues entonces, Glaucón, ¿qué reproche cabe ahora si asignamos a la justicia y el resto de la excelencia cuantas recompensas aportan al calma de manos de los hombres y de los dioses, tanto mientras el hombre vive como después de muerto?
—Absolutamente ninguno.
—¿Me podéis devolver ahora lo que os presté en el argumento?
—¿A qué te refieres?
—Yo os he concedido que el justo podía parecer injusto y el injusto justo, pues vosotros estimabais[227] que, si bien no era posible que esto pasara inadvertido a los dioses ni a los hombres, no obstante debía ser concedido en favor del argumento, para que hubiera una decisión entre la justicia en sí misma y la injusticia en sí misma. ¿O no recuerdas?d
—Sería injusto que no lo recordara.
—Ahora, pues, que la cosa está decidida, os reclamo nuevamente en nombre de la justicia, que convengáis conmigo respecto de la reputación que tiene entre los dioses y los hombres, a fin de hacer suyos los premios que gana por su apariencia y que confiere a quienes la poseen, ya que ha sido puesto de manifiesto que concede las bondades procedentes de la realidad, y que no engaña a quienes la obtienen verdaderamente.
e—Tu reclamo es justo.
—Concededme, ante todo, que a los dioses no se les escapa cómo son el hombre justo y el injusto.
—Lo concedemos.
—Y si no les escapa, uno será amado de los dioses y otro odiado por los dioses, tal como hemos convenido en un comienzo.
—Así es.
—¿Y no convendremos en que para el amado de los dioses todo
613acuanto procede de éstos resulta del mejor modo, salvo que le corresponda un mal necesario procedente de una falta anterior ?[228]
—De acuerdo.
—Cabe suponer, por consiguiente, respecto del varón justo, que, aunque viva en la pobreza o con enfermedades o con algún otro de los que son tenidos por males, esto terminará para él en bien, durante la vida o después de haber muerto. Pues no es descuidado por los dioses el que pone su celo en ser justo y practica la virtud, asemejándose a bDios en la medida que es posible para un hombre.
—Es natural que un hombre de tal índole no sea descuidado por lo que le es semejante.
—Y respecto del hombre injusto, ¿no es necesario pensar lo contrario?
—Sin la menor duda.
—Por consiguiente, tales son los premios que tocan al justo de parte de los dioses.
—También en mi opinión.
—Y de parte de los hombres, ¿no será de este modo, si planteamos las cosas como son? ¿No son los hombres astutos e injustos como aquellos corredores que corren bien al partir pero no cuando se acercan a la cmeta? Saltan rápidamente al comienzo, pero terminan por hacer el ridículo, escapándose sin corona alguna y con las orejas caídas sobre los hombros; los verdaderos corredores, en cambio, llegan a la meta, obtienen los premios y son coronados. ¿No sucede así a menudo con los justos? Hacia el final de cada acción, de la relación con los demás y de la vida gozan de buena reputación y se llevan los premios que les otorgan los hombres.
—Así es.
—¿Tolerarás entonces que yo afirme acerca de los justos lo que tú decías[229] acerca de los injustos? Pues afirmaré que los justos, una vez davanzados en edad, detentan el mando en sus Estados, si quieren, se casan con hijas de las familias que prefieren y dan a sus hijos en matrimonio con quienes les place; y cuantas cosas afirmabas tú de los injustos las digo yo de los justos. Y respecto de los injustos diré que la mayoría de ellos, aunque se oculten mientras son jóvenes, hacia el final de la carrera son aprehendidos y quedan en ridículo, y al envejecer se convierten en miserables ultrajados tanto por extranjeros como por sus econciudadanos, recibiendo azotes y cuantas cosas tenías por rudas,[230] en lo cual decías verdad. Imagínate que me oyes enumerar todo lo que sufren. Mira si has de tolerar lo que digo.
—Claro que sí, pues lo que dices es justo.
—Tales son los premios, recompensas y presentes que llegan al justo, 614adurante su vida, de parte de los dioses y hombres, además de aquellos bienes que le procuraba la justicia en sí misma.
—Son premios bellos y sólidos.
Chambry
c — Et cependant, dis-je, nous n’avons pas exposé ce que sont les récompenses les plus importantes que rapporte l’excellence, ni les prix qui sont proposés pour elle. Tu parles sans aucun doute d’un ordre de grandeur inimaginable, dit-il, si ces récompenses sont supérieures à celles que nous avons dites !
— Mais, dis-je, qu’est-ce qui, dans une courte durée de temps, pourrait être grand ? Car tout ce temps de la vie, celui en tout cas qui va de l’enfance à la vieillesse, comparé à l’ensemble du temps, pourrait bien n’être que peu de chose, n’est-ce pas ?
— Ce n’est rien, à coup sûr, dit-il.
— Or dis-moi : crois-tu qu’une réalité immortelle doive prendre au sérieux une si petite durée de temps, plutôt que d l’ensemble du temps ?
— Je crois que c’est le second qu’elle doit prendre au sérieux, dit-il. Mais pourquoi dis-tu cela ?
— Ne t’es-tu pas aperçu, dis-je, que notre âme est immortelle et qu’elle ne périt jamais ? Et lui, me regardant avec éfonnement, répondit : — Par Zeus, non. Mais toi, as-tu de quoi fonder cette affirmation ?
— Oui, à moins que je ne sois dans mon tort, dis-je. Et je crois que toi aussi. Il n’y a rien là de difficile.
— Moi, je crois que si, dit-il. Mais je t’écouterais avec plaisir exposer cette chose qui n’est pas difficile.
— Alors tu devrais m’écouter, dis-je. Parle seulement, dit-il.
— Il y a quelque chose que tu appelles le bien, dit-il, et quelque chose que tu appelles le mal ?
— Oui. e — Eh bien est-ce que tu les conçois comme moi ?
— Comment les conçois-tu ?
— Ce qui fait périr, et qui mène tout à sa perte, est le mal ; ce qui le préserve et l’avantage, est le bien. "
— Oui, c’est ce que je pense, dit-il.
— Mais voyons : dis-tu que chaque chose a son mal, et son bien ? Par exemple les yeux 609 ont la maladie des yeux, et le corps tout entier la maladie ; le blé a la rouille du blé, le bois la putréfaction, le bronze et le fer ont la rouille, et c’est précisément ce que je dis : pour presque toutes les choses, il existe un mal, une maladie, naturellement appropriée à chacune ?
— Oui, dit-il.
— Or lorsque l’un de ces maux s’attache à quelque chose, il rend défectueux ce à quoi il s’est attaché, et finit par le détruire et le faire périr tout entier ?
— Inévitablement.
— Par conséquent le mal naturellement approprié à chaque chose, son vice, fait périr chaque chose, ou bien, s’il ne la fait pas périr, c’est que rien d’autre non plus b ne saurait la mener à sa perte. Car il n’est pas possible que le bien, lui, fasse jamais périr quoi que ce soit, non plus d’ailleurs que ce qui n’est ni mal ni bien.
— Comment pourrait-il faire cela, en effet ? dit-il.
— Par conséquent, si nous trouvons, parmi les choses qui sont, une en laquelle il y a sans doute un mal qui la rend mauvaise, sans être cependant capable de la défaire en la faisant périr, ne saurons-nous pas dès lors que ce qui est ainsi naturellement disposé ne subit pas de destruction ?
— Si, on peut s’y attendre, dit-il.
— Eh bien voyons, dis-je. N’y a-t-il pas, pour une âme, quelque chose qui la rend mauvaise ?
— Certainement, dit-il : toutes les choses que cette fois-ci nous avons énumérées : injustice, c manque de discipline, lâcheté, goût de l’ignorance.
— Eh bien est-ce qu’une de ces choses peut la défaire et la faire périr ? Et songe à nous faire échapper à l’erreur de croire que l’homme injuste et insensé, lorsqu’il est pris sur le fait en train de commettre l’injustice, périsse alors "du fait de son injustice, qui est un défaut de l’âme. Procède de la façon suivante : de la même façon que le défaut du corps qu’est la maladie dégrade et fait périr le corps, et le mène à ne plus être un corps, ainsi toutes les choses que nous mentionnions à l’instant, sous l’effet du vice qui leur est propre, qui les détruit d par le seul fait d’être entré en elles et d’y être logé, parviennent au non-être. N’en est-il pas ainsi ?
— Si.
— Eh bien va, examine l’âme aussi de la même manière. Est-ce qu’en étant logés en elle, l’injustice et le vice en général, par le simple fait de résider et d’être logés en elle, peuvent la corrompre et la dévitaliser, jusqu’à la conduire à la mort, et à la séparer du corps ?
— Nullement, dit-il, pour s’en tenir à ce point.
— Cependant il serait irrationnel, dis-je, que ce soit le défaut d’autre chose, et non le sien, qui fasse périr quelque chose.
— Oui, ce serait irrationnel.
— Songe en effet, Glaucon, dis-je, e que ce n’est pas même la mauvaise qualité des aliments, telle qu’elle peut les caractériser eux-mêmes, qu’il s’agisse de leur manque de fraîcheur, ou de leur état de putréfaction, ou de n’importe quel autre défaut, qui peut, croyons-nous, faire périr un corps. Dans le cas où la mauvaise qualité des aliments eux-mêmes se trouve causer au corps un mal du corps, nous affirmerons que par leur intermédiaire, c’est à cause du mal qui lui est propre, à savoir la maladie, que le corps a péri. Mais jamais nous n’estimerons qu’il puisse être détruit du fait de la mauvaise qualité des aliments, qui 610 sont une chose alors que le corps en est une autre, donc du fait d’un mal étranger, qui n’aurait pas pu causer en lui le mal qui est propre à sa nature.
— Ce que tu dis là est tout à fait exact, dit-il.
— Or, selon le même argument, dis-je, si un défaut du corps ne cause pas, à l’âme, un défaut de l’âme, n’esti "mons jamais qu’une âme puisse périr sous l’effet d’un mal étranger à elle, et indépendamment de son défaut à elle, et donc qu’une chose puisse être détruite par le mal d’une autre chose.
— En effet, dit-il, cela est raisonnable.
— Alors ou bien nous devons réfuter cette conclusion, en prouvant que nous avons tort de parler ainsi ; ou alors, tant qu’elle b n’est pas réfutée, refusons l’idée que ce soit sous l’effet d’une fièvre, ou même d’une autre maladie, ou encore du meurtre, aurait-on découpé le corps tout entier en morceaux minuscules, que ce soit pour autant à cause de cela qu’une âme puisse jamais périr, à moins qu’on ne puisse démontrer que par l’intermédiaire de ces souffrances du corps, l’âme elle-même devient plus injuste et plus impie. Mais quand c’est un mal étranger qui se manifeste dans un être, sans que se manifeste le mal propre à chacun, ne laissons jamais prétendre qu’une âme, c ou quoi que ce soit d’autre, puisse en périr.
— Il n’y a pas de doute, dit-il, personne ne pourra jamais prouver que chez ceux qui meurent les âmes deviennent plus injustes du fait de la mort.
— Et si quelqu’un, dis-je, osait s’en prendre à l’argument, et avancer que celui qui meurt devient plus mauvais et plus injuste (pour éviter d’être contraint de reconnaître que les âmes sont immortelles), alors nous estimerons, n’est-ce pas, que si celui qui parle ainsi dit vrai, c’est l’injustice qui est mortelle pour celui qui l’a au même titre qu’on a une maladie, et que c’est d de ce mal, qui tue par sa propre nature, que meurent ceux qui l’attrapent, ceux qui l’ont le plus mourant plus tôt, ceux qui l’ont moins, plus à loisir ; et que les hommes injustes ne meurent pas — comme c’est pourtant le cas en fait — parce que d’autres leur imposent un juste châtiment.
— Par Zeus, dit-il, dès lors l’injustice n’apparaîtrait pas comme une chose si terrible, si elle se révélait comme ce qui provoque la mort de qui l’attrape : elle serait alors un "moyen de se débarrasser de ses maux ; mais je crois plutôt qu’elle apparaîtra, tout au contraire, comme faisant mourir les autres, si elle en est capable, e tandis qu’elle donne à celui qui l’abrite à la fois beaucoup de vitalité, et en plus de la vitalité, de la vigilance. Tant elle est loin, apparemment, d’être à même de provoquer la mort.
— Tu as raison, dis-je. Car sans doute, puisque déjà son propre vice et son propre mal ne sont pas à même de faire mourir et de détruire une âme, le mal assigné à la perdition de quelque chose d’autre aura bien plus de mal à détruire une âme, ou quoi que ce soit d’autre que ce à quoi il est assigné.
— Oui, bien plus de mal, dit-il, en tout cas on peut s’y attendre.
— Par conséquent puisqu’elle n’est détruite par aucun mal qui lui soit propre, ni qui lui soit étranger, 611 il est évidemment nécessaire que cette réalité soit toujours-existante ; et si elle est toujours-existante, c’est qu’elle est immortelle.
— C’est nécessaire, dit-il.
— Eh bien, admettons que ce point soit établi, dis-je. Mais si c’est le cas, tu comprends bien que ce seraient toujours les mêmes âmes qui existeraient. En effet, elles ne pourraient pas devenir moins nombreuses, n’est-ce pas, puisqu’aucune d’elles n’est détruite, ni non plus plus nombreuses. Car si quelque catégorie d’êtres immortels devenait plus nombreuse, tu sais qu’elle le deviendrait en puisant dans ce qui est mortel, et toutes choses finiraient par devenir immortelles.
— Tu dis vrai.
— Eh bien, dis-je, nous n’allons pas admettre cela — car la raison ne le permettra pas — ni non plus par ailleurs b que, dans sa nature la plus vraie, l’âme soit une chose telle qu’elle déborde de contrastes, d’hétérogénéité, et de différence de soi par rapport à soi,
— En quel sens dis-tu cela ? demanda-t-il. "
— Il n’est pas facile, dis-je, de concevoir que soit éternel ce qui est composé de l’assemblage de plusieurs éléments, sauf si c’est l’assemblage le plus beau (comme il nous est à présent apparu que c’était le cas de l’âme ).
— Non, on ne peut s’y attendre.
— Par conséquent, que l’âme soit chose immortelle, à la fois l’argument avancé à l’instant, et d’autres, nous contraindraient à le penser. Mais pour voir ce qu’elle est en vérité, il ne faut pas regarder la chose quand elle est mutilée c par son association avec le corps et par d’autres maux, telle que nous la voyons à présent, mais telle qu’elle est quand elle devient pure : c’est comme cela qu’il faut la regarder de façon adéquate, par le raisonnement ; on la trouvera alors beaucoup plus belle, et on distinguera plus clairement en elle les types de justice et d’injustice, et tout ce que nous venons de décrire. Pour le moment nous avons dit le vrai sur elle, telle qu’elle apparaît dans le présent. Cependant, nous l’avons vue dans un état comparable à celui où on verrait le Glaucos de la mer, quand on ne pourrait pas d encore voir facilement sa nature primitive, du fait que les parties anciennes de son corps seraient les unes brisées et arrachées, les autres usées et complètement mutilées par les vagues, tandis que d’autres parties se seraient incorporées à lui, coquillages, algues et pierres, de sorte qu’il ressemblerait plutôt à une bête qu’à ce qu’il était par nature ; c’est ainsi que nous regardons l’âme, elle aussi, quand sa disposition est modifiée par l’action de dix mille maux. Or, Glaucon, ce qu’il faut, c’est regarder du côté que voici. "
— Lequel ? dit-il.
— Du côté de son amour e de la sagesse, de sa philosophie ; et il faut concevoir ce à quoi elle s’attache, et les fréquentations qu’elle désire, du fait qu’elle est de la même race que ce qui est divin, immortel, et toujours-existant ; et ce qu’elle deviendrait si tout entière elle poursuivait cela, et si, emportée par cet élan, elle s’arrachait au fond de la mer où elle se trouve à présent, et se dégageait des pierres et des coquillages, qui à présent, parce qu’elle se repaît de terre, 612 se sont incorporés autour d’elle, en excroissances terreuses, pierreuses et sauvages, alimentées par ces prétendus banquets du bonheur . On pourrait alors voir sa vraie nature, on verrait si elle a plusieurs formes ou une seule, de quoi elle est constituée, et comment. Mais à présent, à ce que je crois, nous avons exposé convenablement les épreuves qu’elle subit et les formes qu’elle prend dans la vie humaine.
— Oui, certainement, dit-il.
— Eh bien, dis-je, au cours du dialogue nous avons écarté les considérations autres, et nous nous sommes abstenus de faire, comme vous avez affirmé que le faisaient Hésiode ou Homère, l’éloge b des rémunérations de la justice ou des réputations qui en proviennent ; c’est de la justice elle-même que nous avons trouvé qu’elle est ce qu’il y a de meilleur pour l’âme en elle-même, et nous avons constaté que l’âme doit faire ce qui est juste, qu’elle soit ou non en possession de l’anneau de Gygès, et en plus de cet anneau, du bonnet de Hadès ?
— Oui, répondit-il, tu dis tout à fait vrai.
— Alors, Glaucon, dis-je, serait-ce désormais une procédure incontestable que de restituer aussi à la justice et au reste de l’excellence, en plus de leurs mérites propres, toutes les rémunérations c de toute sorte qu’elle assure à "l’âme de la part des hommes et des dieux, aussi bien lorsque l’homme vit encore, qu’une fois qu’il a terminé sa vie ?
— Oui, certainement, dit-il.
— Me restituerez-vous alors ce que vous m’avez emprunté au cours du dialogue ?
— Quoi au juste ?
— Je vous avais accordé que l’homme juste donne l’impression d’être injuste, et l’injuste d’être juste. En effet, vous aviez considéré que, même s’il n’était pas possible que ces choses-là passent inaperçues à la fois des dieux et des hommes, néanmoins il fallait vous les accorder dans l’intérêt de l’argument, de façon que ce soit la justice en elle-même qui fût jugée, en comparaison avec l’injustice d en elle-même. Ne t’en souviens-tu pas ?
— Certes, j’aurais bien tort de ne pas m’en souvenir, dit-il.
— Eh bien, à présent que les voici jugées, dis-je, je réclame, au norn de la justice, une restitution : que nous soyons d’accord nous aussi pour la considérer avec toute la réputation dont elle jouit auprès des dieux aussi bien qu’auprès des hommes, de façon qu’elle reçoive aussi les prix qu’elle retire du paraître, prix qu’elle dispense à ceux qui la possèdent, à présent qu’il est devenu évident qu’elle dispense aussi les biens qui viennent de l’être, et qu’elle ne trompe pas ceux qui se saisissent réellement d’elle. e — Ce que tu réclames là est juste, dit-il.
— Par conséquent, dis-je, vous commencerez par me restituer ceci : que les dieux en tout cas ne manquent pas de s’apercevoir de ce qu’est en fait chacun des deux personnages ?
— Oui, nous te le restituerons, dit-il.
— Et s’ils ne manquent pas de s’en apercevoir, "l’homme juste serait aimé des dieux, et l’injuste haï des dieux, comme nous en étions tombés d’accord au début ?
— C’est cela.
— Et quant à celui qui est aimé des dieux, ne seronsnous pas d’accord que tout ce qui 613 lui vient des dieux est ce qu’il y a de meilleur, à l’exception du mal nécessaire qui peut découler pour lui d’une faute antérieure ?
— Si, certainement.
— Il faut par conséquent, au sujet de l’homme juste, qu’il lui arrive d’être victime de la misère, ou de la maladie, ou de quelque autre mal apparent, faire une hypothèse comme celle-ci : c’est que pour lui, cela finira par tourner en un bien, soit de son vivant, soit après sa mort. Car sans aucun doute, jamais n’est négligé par les dieux l’homme qui veut avoir à cœur de devenir juste, et de pratiquer l’excellence pour se rendre semblable au dieu autant que cela b est possible à un homme.
— Oui, on peut s’attendre, dit-il, qu’un tel homme ne soit pas négligé par qui lui est semblable !
— Par conséquent, au sujet de l’homme injuste, il faut concevoir le contraire ?
— Tout le contraire.
— Pour envisager ce qui vient des dieux, voilà alors ce que seraient les prix récompensant la victoire de l’homme juste.
— Oui, à mon avis en tout cas, dit-il.
— Mais que dire pour ce qui vient des hommes ? dis-je. Est-ce que cela ne se passe pas de la façon suivante, s’il faut dire ce qui est ? Est-ce que ceux qui savent s’y prendre, et qui sont injustes, ne font pas comme ces coureurs qui courent bien quand ils partent d’un bout de la piste, mais pas quand ils reviennent ? Au départ ils "jaillissent à toute vitesse, mais ils finissent c par devenir ridicules, ils ont l’oreille basse, et s’enfuient sans obtenir de couronne. Tandis que ceux qui sont vraiment spécialistes de la course vont jusqu’au but, remportent les prix, et se font couronner. N’est-ce pas aussi la même chose qui arrive le plus souvent aux hommes justes ? C’est quand ils parviennent au terme de chaque action, de chaque relation, et de leur vie, qu’ils jouissent d’une bonne réputation, et se voient conférer les prix par les hommes ?
— Oui, exactement.
— Tu supporteras par conséquent que je dise à leur sujet ce que toi-même tu disais des hommes injustes ? J’affirmerai en effet que ce sont d les hommes justes, lorsqu’ils sont devenus plus âgés, qui exercent dans leur propre cité les fonctions de direction, s’ils désirent ces fonctions, qui se marient dans les familles où ils veulent le faire, et donnent leurs filles à marier à ceux qui leur agréent. Tout ce que toi tu disais des premiers, moi je vais à présent le dire des seconds. Et inversement je dirai aussi des hommes injustes que la plupart d’entre eux, même si quand ils sont jeunes leur injustice passe inaperçue, se font prendre quand ils approchent du terme de leur course et sont objets de risée, et qu’une fois devenus de misérables vieillards, ils se font traîner dans la boue par les étrangers comme par les gens de leur ville, frapper à coups de fouet, et subissent ce que e tu affirmais être des traitements cruels, et tu disais vrai : "...ensuite on les torturera, on les brûlera... " — considère que tous ces mauvais traitements, tu m’as entendu moi aussi affirmer qu’ils les subissent. Eh bien, vois si tu peux supporter ce que je dis là.
— Oui, et très bien, dit-il. Car ce que tu dis là est juste.
— Eh bien, dis-je, pour ce qui échoit à l’homme juste de son vivant, de la part des dieux et de celle des hommes, " 614 en fait de prix, de rétributions, et de dons, en plus des biens que lui a procurés la justice en elle-même, voilà à peu près ce que cela peut être.
— Eh bien, dit-il, ce sont là des choses à la fois très belles et très sûres.
Jowett
And yet no mention has been made of the greatest prizes and rewards which await virtue.
What, are there any greater still ? If there are, they must be of an inconceivable greatness.
Why, I said, what was ever great in a short time ? The whole period of threescore years and ten is surely but a little thing in comparison with eternity ?
Say rather ‘nothing’ he replied.
And should an immortal being seriously think of this little space rather than of the whole ?
Of the whole, certainly. But why do you ask ?
Are you not aware, I said, that the soul of man is immortal and imperishable ?
He looked at me in astonishment, and said : No, by heaven : And are you really prepared to maintain this ?
Yes, I said, I ought to be, and you too — there is no difficulty in proving it.
I see a great difficulty ; but I should like to hear you state this argument of which you make so light. Listen, then.
I am attending.
There is a thing which you call good and another which you call evil ?
Yes, he replied.
Would you agree with me in thinking that the corrupting and destroying element is the evil, and the saving and improving element the good ?
Yes.
And you admit that everything has a good and also an evil ; as ophthalmia is the evil of the eyes and disease of the whole body ; as mildew is of corn, and rot of timber, or rust of copper and iron : in everything, or in almost everything, there is an inherent evil and disease ?
Yes, he said.
And anything which is infected by any of these evils is made evil, and at last wholly dissolves and dies ?
True.
The vice and evil which are inherent in each are the destruction of each ; and if these do not destroy them there is nothing else that will ; for good certainly will not destroy them, nor, again, that which is neither good nor evil.
Certainly not.
If, then, we find any nature which having this inherent corruption cannot be dissolved or destroyed, we may be certain that of such a nature there is no destruction ?
That may be assumed.
Well, I said, and is there no evil which corrupts the soul ?
Yes, he said, there are all the evils which we were just now passing in review : unrighteousness, intemperance, cowardice, ignorance.
But does any of these dissolve or destroy her ? — and here do not let us fall into the error of supposing that the unjust and foolish man, when he is detected, perishes through his own injustice, which is an evil of the soul. Take the analogy of the body : The evil of the body is a disease which wastes and reduces and annihilates the body ; and all the things of which we were just now speaking come to annihilation through their own corruption attaching to them and inhering in them and so destroying them. Is not this true ?
Yes.
Consider the soul in like manner. Does the injustice or other evil which exists in the soul waste and consume her ? Do they by attaching to the soul and inhering in her at last bring her to death, and so separate her from the body ?
Certainly not.
And yet, I said, it is unreasonable to suppose that anything can perish from without through affection of external evil which could not be destroyed from within by a corruption of its own ?
It is, he replied.
Consider, I said, Glaucon, that even the badness of food, whether staleness, decomposition, or any other bad quality, when confined to the actual food, is not supposed to destroy the body ; although, if the badness of food communicates corruption to the body, then we should say that the body has been destroyed by a corruption of itself, which is disease, brought on by this ; but that the body, being one thing, can be destroyed by the badness of the food , which is another, and which does not engender any natural infection — this we shall absolutely deny ?
Very true.
And, on the same principle, unless some bodily evil can produce an evil of the soul, we must not suppose that the soul, which is one thing, can be dissolved by any merely external evil which belongs to another ?
Yes, he said, there is reason in that. Either, then, let us refute this conclusion, or, while it remains unrefuted, let us never say that fever, or any other disease, or the knife put to the throat, or even the cutting up of the whole body into the minutest pieces, can destroy the soul, until she herself is proved to become more unholy or unrighteous in consequence of these things being done to the body ; but that the soul, or anything else if not destroyed by an internal evil, can be destroyed by an external one, is not to be affirmed by any man.
And surely, he replied, no one will ever prove that the souls of men become more unjust in consequence of death.
But if someone who would rather not admit the immortality of the soul boldly denies this, and says that the dying do really become more evil and unrighteous, then, if the speaker is right, I suppose that injustice, like disease, must be assumed to be fatal to the unjust, and that those who take this disorder die by the natural inherent power of destruction which evil has, and which kills them sooner or later, but in quite another way from that in which, at present, the wicked receive death at the hands of others as the penalty of their deeds ?
Nay, he said, in that case injustice, if fatal to the unjust, will not be so very terrible to him, for he will be delivered from evil. But I rather suspect the opposite to be the truth, and that injustice which, if it have the power, will murder others, keeps the murderer alive — aye, and well awake, too ; so far removed is her dwelling-place from being a house of death.
True, I said ; if the inherent natural vice or evil of the soul is unable to kill or destroy her, hardly will that which is appointed to be the destruction of some other body, destroy a soul or anything else except that of which it was appointed to be the destruction.
Yes, that can hardly be.
But the soul which cannot be destroyed by an evil, whether inherent or external, must exist forever, and, if existing forever, must be immortal ?
Certainly.
That is the conclusion, I said ; and, if a true conclusion, then the souls must always be the same, for if none be destroyed they will not diminish in number. Neither will they increase, for the increase of the immortal natures must come from something mortal, and all things would thus end in immortality.
Very true.
But this we cannot believe — reason will not allow us — any more than we can believe the soul, in her truest nature, to be full of variety and difference and dissimilarity.
What do you mean ? he said.
The soul, I said, being, as is now proven, immortal, must be the fairest of compositions and cannot be compounded of many elements ?
Certainly not.
Her immortality is demonstrated by the previous argument, and there are many other proofs ; but to see her as she really is, not as we now behold her, marred by communion with the body and other miseries, you must contemplate her with the eye of reason, in her original purity ; and then her beauty will be revealed, and justice and injustice and all the things which we have described will be manifested more clearly. Thus far, we have spoken the truth concerning her as she appears at present, but we must remember also that we have seen her only in a condition which may be compared to that of the sea-god Glaucus, whose original image can hardly be discerned because his natural members are broken off and crushed and damaged by the waves in all sorts of ways, and incrustations have grown over them of sea-weed and shells and stones, so that he is more like some monster than he is to his own natural form. And the soul which we behold is in a similar condition, disfigured by ten thousand ills. But not there, Glaucon, not there must we look. Where, then ?
At her love of wisdom. Let us see whom she affects, and what society and converse she seeks in virtue of her near kindred with the immortal and eternal and divine ; also how different she would become if, wholly following this superior principle, and borne by a divine impulse out of the ocean in which she now is, and disengaged from the stones and shells and things of earth and rock which in wild variety spring up around her because she feeds upon earth, and is overgrown by the good things in this life as they are termed : then you would see her as she is, and know whether she have one shape only or many, or what her nature is. Of her affections and of the forms which she takes in this present life I think that we have now said enough.
True, he replied.
And thus, I said, we have fulfilled the conditions of the argument ; we have not introduced the rewards and glories of justice, which, as you were saying, are to be found in Homer and Hesiod ; but justice in her own nature has been shown to be the best for the soul in her own nature. Let a man do what is just, whether he have the ring of Gyges or not, and even if in addition to the ring of Gyges he put on the helmet of Hades.
Very true.
And now, Glaucon, there will be no harm in further enumerating how many and how great are the rewards which justice and the other virtues procure to the soul from gods and men, both in life and after death.
Certainly not, he said.
Will you repay me, then, what you borrowed in the argument ?
What did I borrow ?
The assumption that the just man should appear unjust and the unjust just : for you were of opinion that even if the true state of the case could not possibly escape the eyes of gods and men, still this admission ought to be made for the sake of the argument, in order that pure justice might be weighed against pure injustice. Do you remember ?
I should be much to blame if I had forgotten.
Then, as the cause is decided, I demand on behalf of justice that the estimation in which she is held by gods and men and which we acknowledge to be her due should now be restored to her by us ; since she has been shown to confer reality, and not to deceive those who truly possess her, let what has been taken from her be given back, that so she may win that palm of appearance which is hers also, and which she gives to her own.
The demand, he said, is just.
In the first place, I said — and this is the first thing which you will have to give back — the nature both of the just and unjust is truly known to the gods.
Granted.
And if they are both known to them, one must be the friend and the other the enemy of the gods, as we admitted from the beginning ?
True.
And the friend of the gods may be supposed to receive from them all things at their best, excepting only such evil as is the necessary consequence of former sins ?
Certainly.
Then this must be our notion of the just man, that even when he is in poverty or sickness, or any other seeming misfortune, all things will in the end work together for good to him in life and death ; for the gods have a care of anyone whose desire is to become just and to be like God, as far as man can attain the divine likeness, by the pursuit of virtue ?
Yes, he said ; if he is like God he will surely not be neglected by him.
And of the unjust may not the opposite be supposed ?
Certainly.
Such, then, are the palms of victory which the gods give the just ?
That is my conviction.
And what do they receive of men ? Look at things as they really are, and you will see that the clever unjust are in the case of runners, who run well from the starting-place to the goal, but not back again from the goal : they go off at a great pace, but in the end only look foolish, slinking away with their ears draggling on their shoulders, and without a crown ; but the true runner comes to the finish and receives the prize and is crowned. And this is the way with the just ; he who endures to the end of every action and occasion of his entire life has a good report and carries off the prize which men have to bestow.
True.
And now you must allow me to repeat of the just the blessings which you were attributing to the fortunate unjust. I shall say of them, what you were saying of the others, that as they grow older, they become rulers in their own city if they care to be ; they marry whom they like and give in marriage to whom they will ; all that you said of the others I now say of these. And, on the other hand, of the unjust I say that the greater number, even though they escape in their youth, are found out at last and look foolish at the end of their course, and when they come to be old and miserable are flouted alike by stranger and citizen ; they are beaten, and then come those things unfit for ears polite, as you truly term them ; they will be racked and have their eyes burned out, as you were saying. And you may suppose that I have repeated the remainder of your tale of horrors. But will you let me assume, without reciting them, that these things are true ?
Certainly, he said, what you say is true.
These, then, are the prizes and rewards and gifts which are bestowed upon the just by gods and men in this present life, in addition to the other good things which justice of herself provides.
Yes, he said ; and they are fair and lasting.