Eggers Lan
Fuimos entonces a casa de Polemarco, y allí nos encontramos con sus hermanos Lisias y Eutidemo , así como también con Trasímaco de Calcedonia, Carmántides de Peania y Clitofonte, hijo de Aristónomo. En la casa estaba también Céfalo, el padre de Polemarco, quien me cpareció muy avejentado, pues hacía mucho tiempo que no lo veía. Estaba sentado en un sillón provisto de una almohada para reclinar la cabeza, en la que llevaba una corona, dado que acababa de hacer un sacrificio en el atrio. Y nosotros nos sentamos a su lado; había allí, en efecto, algunos asientos colocados en círculo. En cuanto Céfalo me vio, me saludó con estas palabras:
—Oh, Sócrates , no es frecuente que bajes a El Pireo a vernos. No obstante, tendría que ser frecuente. Porque si yo tuviera aún fuerzas como para caminar con facilidad hacia la ciudad, no sería necesario dque vinieras hasta aquí, sino que nosotros iríamos a tu casa. Pero ahora eres tú quien debe venir aquí con mayor asiduidad. Y es bueno que sepas que, cuanto más se esfuman para mí los placeres del cuerpo, tanto más crecen los deseos y placeres en lo que hace a la conversación. No se trata de que dejes de reunirte con estos jóvenes, sino de que también vengas aquí con nosotros, como viejos amigos.
A lo cual repuse:
—Por cierto, Céfalo, que me es grato dialogar con los más ancianos, pues me parece necesario enterarme por ellos, como gente que ya eha avanzado por un camino que también nosotros tal vez debamos recorrer, si es un camino escabroso y difícil, o bien fácil y transitable. Y en particular me agradaría conocer qué te parece a ti, dado que te hallas en tal edad, lo que los poetas llaman «umbral de la vejez»: si lo declaras como la parte penosa de la vida, o de qué otro modo.
—Por Zeus , Sócrates —exclamó Céfalo—, te diré cuál es mi parecer. 329aCon frecuencia nos reunimos algunos que tenemos prácticamente la misma edad, como para preservar el antiguo proverbio; y al estar juntos, la mayoría de nosotros se lamenta, echando de menos los placeres de la juventud y rememorando tanto los goces sexuales como las borracheras y festines, y otras cosas de índole similar, y se irritan como si se vieran privados de grandes bienes, con los cuales habían vivido bien, mientras ahora ni siquiera les parece que viven. Algunos se quejan también del trato irrespetuoso que, debido a su vejez, reciben de bsus familiares, y basándose en esto declaman contra la vejez como causa de cuantos males padecen. Pero a mí, Sócrates, me parece que ellos toman por causa lo que no es causa; pues si ésa fuera la causa, también yo habría padecido por efecto de la vejez las mismas cosas, y del mismo modo todos cuantos han llegado a esa etapa de la vida. Pues bien, yo mismo me he encontrado con otros para quienes las cosas no son así. Por ejemplo, cierta vez estaba junto al poeta Sófocles cuando alguien le preguntó: «¿Cómo eres, Sófocles, en relación con los placeres csexuales? ¿Eres capaz aún de acostarte con una mujer?». Y él respondió: «Cuida tu lenguaje, hombre; me he liberado de ello tan agradablemente como si me hubiera liberado de un amo loco y salvaje». En ese momento lo que dijo me pareció muy bello, y ahora más aún; pues en lo tocante a esas cosas, en la vejez se produce mucha paz y libertad. Cuando los apetitos cesan en su vehemencia y aflojan su tensión, se realiza por completo lo que dice Sófocles: nos desembarazamos de dmultitudes de amos enloquecidos. Pero respecto de tales quejas y de lo que concierne al trato de los familiares, hay una sola causa, Sócrates, y que no es la vejez sino el carácter de los hombres. En efecto, si son moderados y tolerantes, también la vejez es una molestia mesurada; en caso contrario, Sócrates, tanto la vejez como la juventud resultarán difíciles a quien así sea.
Y yo, admirado de las cosas que había dicho Céfalo, quería que continuara hablando, de modo que lo incité, diciéndole:
e—Céfalo, creo que, cuando hablas, muchos no te darán su aprobación, sino que considerarán que a ti te es fácil sobrellevar la vejez, no en razón de tu carácter, sino en razón de poseer abundante fortuna ; pues para los ricos, se dice, existen muchos modos de consolarse.
—Lo que dices es cierto —respondió—: no darán su aprobación. Y razón tienen, aunque no tanta como creen. Pero aquí viene al caso la frase de Temístocles, a quien injuriaba un serifio y le decía que no 330adebía su renombre a sí mismo sino a su patria. Temístocles le respondió: «Ni yo me haría famoso si fuera de Sérifo, ni tú aunque fueras de Atenas». Esta frase viene bien para aquellos que no son ricos y pasan penosamente la vejez, porque ni el hombre razonable soportaría con mucha facilidad una vejez en la pobreza , ni el insensato se volvería a esa edad tolerante por ser rico.
—Dime, Céfalo —le pregunté—: ¿has heredado la mayor parte de lo que posees o la has acrecentado tú?
—¿Quieres saber, Sócrates, qué es lo que he acrecentado yo? —dijo ba su vez Céfalo—. En cuestión de hacer dinero he resultado intermedio entre mi abuelo y mi padre. En efecto, mi abuelo, cuyo mismo nombre llevo yo, heredó una fortuna poco más o menos similar a la que poseo actualmente, y aumentó su cantidad muchas veces; en cambio, mi padre, Lisanias, la disminuyó a una cantidad inferior a la actual. En cuanto a mí, estaré contento si no la dejo a mis hijos menor en cantidad, sino siquiera un poco mayor que la que heredé.
—El motivo por el cual te lo preguntaba —dije—, es el de que me cparecía que no amabas demasiado las riquezas, y así obran por lo general los que no las han adquirido por sí mismos. Los que las han adquirido, en cambio, se apegan a ellas doblemente que los demás. Por un lado, en efecto, tal como los poetas aman a sus poemas y los padres a sus hijos, análogamente los que se han enriquecido ponen su celo en las riquezas, como obra de ellos; y por otro lado, como los demás, por la utilidad que les prestan. Son gente difícil de tratar, por no estar dispuestos a hablar bien de nada que no sea el dinero.
—Es verdad —dijo Céfalo.
—Sin duda —añadí—. Pero dime aún algo más: ¿cuál es el mayor dbeneficio que crees haber obtenido de poseer una gran fortuna?
—Algo con lo cual, si lo digo, no persuadiré a mucha gente —respondió—. Pues debes saber, Sócrates, que, en aquellos momentos en que se avecina el pensamiento de que va a morir, a uno le entra miedo y preocupación por cosas que antes no tenía en mente . Así, pues, los mitos que se narran acerca de los que van al Hades , en el sentido de que allí debe expiar su culpa el que ha sido injusto aquí, antes movían a risa, pero entonces atormentan al alma con el temor de que sean ciertos. eY uno mismo, sea por la debilidad provocada por la vejez, o bien por hallarse más próximo al Hades, percibe mejor los mitos. En esos momentos uno se llena de temores y desconfianzas, y se aboca a reflexionar y examinar si ha cometido alguna injusticia contra alguien. Así, el que descubre en sí mismo muchos actos injustos, frecuentemente se despierta de los sueños asustado, como los niños, y vive en una desdichada expectativa . En cambio, al que sabe que no ha hecho nada injusto 331ale acompaña siempre una agradable esperanza, una buena «nodriza de la vejez», como dice Píndaro . Pues en efecto, Sócrates, bellamente ha dicho este que a aquel que ha pasado la vida justa y piadosamente,
lo acompaña, alimentando su corazón,una buena esperanza, nodriza de la vejez,la cual mejor guíael versátil juicio de los mortales.
Algo admirablemente bien dicho. Es en este respecto que considero de mucho valor la posesión de las riquezas, no para cualquier hombre, bsino para el sensato. En efecto, la posesión de riquezas contribuye en gran parte a no engañar ni mentir involuntariamente, así como a no adeudar sacrificios a un dios o dinero a un hombre, y, por consiguiente, a no marcharse con temores hacia el Hades. Las riquezas, por supuesto, tienen muchas otras ventajas; pero comparando unas con otras, Sócrates, no consideraría a las mencionadas como las de menor importancia para que la riqueza sea de máxima utilidad a un hombre inteligente.
c—Hablas con palabras muy bellas, Céfalo —dije—. Ahora bien, en cuanto a esto mismo que has mencionado, la justicia, ¿declararemos, como tú, que en todos los casos consiste en decir la verdad y en devolver lo que se recibe? ¿O bien éstas son cosas que algunas veces se hacen justamente y otras veces injustamente? Me refiero a casos como éste: si alguien recibiera armas de un amigo que está en su sano juicio, pero si éste enloqueciera y las reclamara, cualquiera estaría de acuerdo en que no se las debe devolver, y que aquel que las devolviese no sería justo, ni tampoco si quisiera decir toda la verdad a quien estuviera en tal estado .
d—Es cierto lo que dices —asintió.
—Por consiguiente, no se puede definir la justicia como el decir la verdad y devolver lo que se ha recibido.
—Sí que se puede, Sócrates —replicó súbitamente Polemarco—; al menos, si debemos creer a Simónides.
—Bueno, en tal caso a vosotros os entrego la argumentación —dijo Céfalo—, porque yo debo ocuparme de las ofrendas sagradas.
—Pues entonces —preguntó Polemarco—, ¿no soy yo tu heredero?
—Claro que sí —contestó riendo su padre, y se marchó a hacer las ofrendas.
Chambry
Nous allâmes donc chez Polémarque et là nous trouvâmes Lysias et Euthydème, ses frères, Thrasymaque de Chalcédoine. Charmantide de Paeanée, et Clitophon, fils d’Aristonyme. (328 c) Il y avait aussi, à l’intérieur, le père de Polémarque, Céphale. Et il me sembla très vieux, car depuis longtemps je ne l’avais vu. Il était assis sur un siège à coussin, et portait une couronne sur la tête, car il venait de procéder à un sacrifice dans la cour. Nous nous assîmes donc près de lui, sur des sièges qui se trouvaient là, disposés en cercle.
Dès qu’il me vit, Céphale me salua et me dit : Tu ne descends guère au Pirée, Socrate, pour nous rendre visite. Tu le devrais cependant ; car si j’avais encore la force d’aller aisément à la ville, tu n’aurais pas besoin de venir ici : (328 d) nous-mêmes irions chez toi. Mais maintenant, c’est à toi de venir ici plus souvent. Sache bien que pour moi, d’autant les plaisirs du corps se flétrissent, d’autant augmentent le désir et le plaisir de la conversation. N’agis donc pas autrement : réunis-toi à ces jeunes gens et viens ici comme chez des amis très intimes.
Moi aussi, répondis-je, ô Céphale, je me plais à converser avec les vieillards ; (328 e) car je crois qu’il faut s’informer auprès d’eux, comme auprès de gens qui nous ont devancés sur une route que nous devrons peut-être aussi parcourir, de ce qu’elle est âpre et difficile, ou bien commode et aisée. Et certes j’aurais plaisir à savoir ce que t’en semble, puisque tu es déjà parvenu à ce point de l’âge que les poètes appellent « le seuil de la vieillesse ». Est-ce un moment difficile de la vie, ou quel message nous en donnes-tu ?
(329) Par Zeus, reprit-il, je te dirai, Socrate, ce que m’en semble. Souvent, en effet, nous nous rencontrons entre gens du même âge, justifiant le vieux proverbe ; or, la plupart de nous, dans ces rencontres, se lamentent, regrettent les plaisirs de la jeunesse et, se rappelant ceux de l’amour, du vin, de la bonne chère et les autres semblables, ils s’affligent comme gens privés de biens considérables, qui alors vivaient bien et maintenant ne vivent même plus. Quelques-uns se plaignent des outrages (329 b) auxquels l’âge les expose de la part de leurs proches, et, à ce propos, ils accusent avec véhémence la vieillesse d’être pour eux la cause de tant de maux. Mais à mon avis, Socrate, ils n’allèguent pas la véritable cause, car, si c’était la vieillesse, moi aussi j’en ressentirais les effets, et tous ceux qui sont parvenus à ce point de l’âge. Or, j’ai rencontré des vieillards qui ne l’éprouvent point ainsi ; un jour même je me trouvai près du poète Sophocle que quelqu’un interrogeait : « (329 c) Comment, Sophocle, lui disait-on, te comportes-tu à l’égard de l’amour ? Es-tu encore capable de posséder une femme ? » Et lui : « Silence ! ami », répondit-il, « c’est avec la plus grande satisfaction que je l’ai fui, comme délivré d’un maître rageur et sauvage ». Il me parut bien dire alors, et non moins aujourd’hui. De toutes façons, en effet, à l’égard des sens, la vieillesse apporte beaucoup de paix et de liberté. Car, lorsque les désirs se calment et se détendent, le mot de (329 d) Sophocle se réalise pleinement : on est délivré de maîtres innombrables et furieux. Quant aux regrets, aux ennuis domestiques, ils n’ont qu’une cause, Socrate, non pas la vieillesse, mais le caractère des hommes. S’ils sont rangés et d’humeur facile, la vieillesse leur est modérément pénible. Sinon, et vieillesse et jeunesse, ô Socrate, leur sont ensemble difficiles.
(329 e) Et moi, charmé de ses paroles et désireux de l’entendre encore, je le provoquai et lui dis : J’imagine, Céphale, que la plupart des auditeurs, quand tu parles de la sorte, ne t’approuvent pas et pensent que tu supportes aisément la vieillesse, non pas grâce à ton caractère, mais grâce à tes abondantes richesses ; aux riches, en effet, on dit qu’il est de nombreuses consolations.
Tu dis vrai, répondit-il, ils ne m’approuvent pas. Et ils ont un peu raison, mais non cependant autant qu’ils le pensent. (330) La réponse de Thémistocle est bonne, qui, au Sériphien qui l’injuriait et l’accusait de ne point devoir sa réputation à lui-même mais à sa patrie, répliqua : « Si j’étais Sériphien, je ne serais pas devenu célèbre, mais toi non plus si tu étais Athénien. » La même remarque s’applique à ceux qui ne sont point riches et supportent péniblement le grand âge, car ni le sage n’endure avec une parfaite aisance la vieillesse qu’accompagne la pauvreté, ni l’insensé, s’étant enrichi, ne se met d’accord avec lui-même.
Mais, Céphale, repris-je, de ce que tu possèdes, as-tu reçu en héritage ou acquis toi-même la plus grande part ? (330 b) Ce que j’ai acquis, Socrate ? En fait de richesses j’ai tenu le milieu entre mon aïeul et mon père. Mon aïeul, dont je porte le nom, ayant hérité d’une fortune à peu près égale à celle que je possède maintenant, la multiplia, mais Lysanias, mon père, la ramena un peu au-dessous de son niveau actuel. Pour moi, je me contente de laisser à ces jeunes gens non pas moins, mais un peu plus que je n’ai reçu.
Je t’ai posé cette question, dis-je, parce que tu m’as semblé ne pas aimer excessivement les richesses ; (330 c) c’est ainsi que font, pour la plupart, ceux qui ne les ont point acquises eux-mêmes. Mais ceux qui les ont acquises se chérissent deux fois plus que les autres. Car, de même que les poètes chérissent leurs poèmes et les pères leurs enfants, ainsi les hommes d’affaires s’attachent à leur fortune, parce qu’elle est leur ouvrage, et en raison de son utilité, comme les autres hommes. Aussi sont-ils d’un commerce difficile, ne consentant à louer rien d’autre que l’argent.
C’est vrai, avoua-t-il.
Parfaitement, repris-je. Mais dis-moi encore ceci : (330 d) de quel bien suprême penses-tu que la possession d’une grosse fortune t’ait procuré la jouissance ?
C’est ce que, peut-être, répondit-il, je ne persuaderai pas à beaucoup de gens si je le dis.
Sache bien, en effet, Socrate, que lorsqu’un homme est près de penser à sa mort, crainte et souci l’assaillent à propos de choses qui, auparavant, ne le troublaient pas. Ce que l’on raconte sur l’Hadès et les châtiments qu’y doit recevoir celui qui en ce monde a commis l’injustice, ces fables, dont il a ri jusque-là, tourmentent alors son âme : il redoute qu’elles ne soient vraies. (330 e) Et - soit à cause de la faiblesse de l’âge, soit parce qu’étant plus près des choses de l’au-delà il les voit mieux - son esprit s’emplit de défiance et de frayeur ; il réfléchit , examine s’il s’est rendu coupable d’injustice à l’égard de quelqu’un. Et celui qui trouve en sa vie beaucoup d’iniquités, éveillé fréquemment au milieu de ses nuits, comme les enfants, a peur, et vit dans une triste attente. (331) Mais près de celui qui se sait innocent veille toujours une agréable espérance, bienfaisante nourrice de la vieillesse, pour parler comme Pindare. Car avec bonheur , Socrate, ce poète a dit de l’homme ayant mené une vie juste et pieuse que douce à son coeur et nourrice de ses vieux ans, l’accompagne l’espérance, qui gouverne l’âme changeante des mortels.
Et cela est dit merveilleusement bien. A cet égard je considère la possession des richesses comme très précieuse, non pas pour tout homme, mais pour le sage et l’ordonné.
(331 b) Car à éviter que, contraint, l’on trompe ou l’on mente , et que, devant des sacrifices à un dieu ou de l’argent à un homme, l’on passe ensuite dans l’autre monde avec crainte, à éviter cela la possession des richesses contribue pour une grande part. Elle a aussi beaucoup d’autres avantages. Mais si nous les opposons un à un, je soutiens, Socrate, que, pour l’homme sensé, c’est là que réside la plus grande utilité de l’argent.
Tes propos sont pleins de beauté, Céphale, repris-je. (331 c) Mais cette vertu même, la justice, affirmerons-nous simplement qu’elle consiste à dire la vérité et à rendre ce que l’on a reçu de quelqu’un, ou bien qu’agir de la sorte est parfois juste, parfois injuste ? Je l’explique ainsi : tout le monde convient que si l’on reçoit des armes d’un ami sain d’esprit qui, devenu fou, les redemande, on ne doit pas les lui rendre, et que celui qui les rendrait ne serait pas juste, non plus que celui qui voudrait dire toute la vérité à un homme dans cet état.
(331 d) C’est exact, dit-il.
Donc, cette définition n’est pas celle de la justice: dire la vérité et rendre ce que l’on a reçu.
Mais si, Socrate, intervint Polémarque, du moins s’il faut en croire Simonide.
Bien, bien ! dit Céphale ; je vous abandonne la discussion car il est déjà temps que je m’occupe du sacrifice. Ne suis-je pas ton héritier ? lui demanda Polémarque. Sans doute, répondit-il en riant ; et il s’en alla à son sacrifice.
Jowett
Accordingly we went with Polemarchus to his house ; and there we found his brothers Lysias and Euthydemus, and with them Thrasymachus the Chalcedonian, Charmantides the Paeanian, and Cleitophon, the son of Aristonymus. There too was Cephalus, the father of Polemarchus, whom I had not seen for a long time, and I thought him very much aged. He was seated on a cushioned chair, and had a garland on his head, for he had been sacrificing in the court ; and there were some other chairs in the room arranged in a semicircle, upon which we sat down by him. He saluted me eagerly, and then he said :
You don’t come to see me, Socrates, as often as you ought : If I were still able to go and see you I would not ask you to come to me. But at my age I can hardly get to the city, and therefore you should come oftener to the Piraeus. For, let me tell you that the more the pleasures of the body fade away, the greater to me are the pleasure and charm of conversation. Do not, then, deny my request, but make our house your resort and keep company with these young men ; we are old friends, and you will be quite at home with us.
I replied : There is nothing which for my part I like better, Cephalus, than conversing with aged men ; for I regard them as travellers who have gone a journey which I too may have to go, and of whom I ought to inquire whether the way is smooth and easy or rugged and difficult. And this is a question which I should like to ask of you, who have arrived at that time which the poets call the “threshold of old age” : Is life harder toward the end, or what report do you give of it ?
I will tell you, Socrates, he said, what my own feeling is. Men of my age flock together ; we are birds of a feather, as the old proverb says ; and at our meetings the tale of my acquaintance commonly is : I cannot eat, I cannot drink ; the pleasures of youth and love are fled away ; there was a good time once, but now that is gone, and life is no longer life. Some complain of the slights which are put upon them by relations, and they will tell you sadly of how many evils their old age is the cause. But to me, Socrates, these complainers seem to blame that which is not really in fault. For if old age were the cause, I too, being old, and every other old man would have felt as they do. But this is not my own experience, nor that of others whom I have known. How well I remember the aged poet Sophocles, when in answer to the question, How does love suit with age, Sophocles — are you still the man you were ? Peace, he replied ; most gladly have I escaped the thing of which you speak ; I feel as if I had escaped from a mad and furious master. His words have often occurred to my mind since, and they seem as good to me now as at the time when he uttered them. For certainly old age has a great sense of calm and freedom ; when the passions relax their hold, then, as Sophocles says, we are freed from the grasp not of one mad master only, but of many. The truth is, Socrates, that these regrets, and also the complaints about relations, are to be attributed to the same cause, which is not old age, but men’s characters and tempers ; for he who is of a calm and happy nature will hardly feel the pressure of age, but to him who is of an opposite disposition youth and age are equally a burden.
I listened in admiration, and wanting to draw him out, that he might go on — Yes, Cephalus, I said ; but I rather suspect that people in general are not convinced by you when you speak thus ; they think that old age sits lightly upon you, not because of your happy disposition, but because you are rich, and wealth is well known to be a great comforter.
You are right, he replied ; they are not convinced : and there is something in what they say ; not, however, so much as they imagine. I might answer them as Themistocles answered the Seriphian who was abusing him and saying that he was famous, not for his own merits but because he was an Athenian : “If you had been a native of my country or I of yours, neither of us would have been famous.” And to those who are not rich and are impatient of old age, the same reply may be made ; for to the good poor man old age cannot be a light burden, nor can a bad rich man ever have peace with himself.
May I ask, Cephalus, whether your fortune was for the most part inherited or acquired by you ?
Acquired ! Socrates ; do you want to know how much I acquired ? In the art of making money I have been midway between my father and grandfather : for my grandfather, whose name I bear, doubled and trebled the value of his patrimony, that which he inherited being much what I possess now ; but my father, Lysanias, reduced the property below what it is at present ; and I shall be satisfied if I leave to these my sons not less, but a little more, than I received.
That was why I asked you the question, I replied, because I see that you are indifferent about money, which is a characteristic rather of those who have inherited their fortunes than of those who have acquired them ; the makers of fortunes have a second love of money as a creation of their own, resembling the affection of authors for their own poems, or of parents for their children, besides that natural love of it for the sake of use and profit which is common to them and all men. And hence they are very bad company, for they can talk about nothing but the praises of wealth. That is true, he said.
Yes, that is very true, but may I ask another question ? — What do you consider to be the greatest blessing which you have reaped from your wealth ?
One, he said, of which I could not expect easily to convince others. For let me tell you, Socrates, that when a man thinks himself to be near death, fears and cares enter into his mind which he never had before ; the tales of a world below and the punishment which is exacted there of deeds done here were once a laughing matter to him, but now he is tormented with the thought that they may be true : either from the weakness of age, or because he is now drawing nearer to that other place, he has a clearer view of these things ; suspicions and alarms crowd thickly upon him, and he begins to reflect and consider what wrongs he has done to others. And when he finds that the sum of his transgressions is great he will many a time like a child start up in his sleep for fear, and he is filled with dark forebodings. But to him who is conscious of no sin, sweet hope, as Pindar charmingly says, is the kind nurse of his age :
“Hope,” he says, “cherishes the soul of him who lives in justice and holiness, and is the nurse of his age and the companion of his journey — hope which is mightiest to sway the restless soul of man.”
How admirable are his words ! And the great blessing of riches, I do not say to every man, but to a good man, is, that he has had no occasion to deceive or to defraud others, either intentionally or unintentionally ; and when he departs to the world below he is not in any apprehension about offerings due to the gods or debts which he owes to men. Now to this peace of mind the possession of wealth greatly contributes ; and therefore I say, that, setting one thing against another, of the many advantages which wealth has to give, to a man of sense this is in my opinion the greatest.
Well said, Cephalus, I replied ; but as concerning justice, what is it ? — to speak the truth and to pay your debts — no more than this ? And even to this are there not exceptions ? Suppose that a friend when in his right mind has deposited arms with me and he asks for them when he is not in his right mind, ought I to give them back to him ? No one would say that I ought or that I should be right in doing so, any more than they would say that I ought always to speak the truth to one who is in his condition.
You are quite right, he replied.
But then, I said, speaking the truth and paying your debts is not a correct definition of justice.
Quite correct, Socrates, if Simonides is to be believed, said Polemarchus, interposing.
I fear, said Cephalus, that I must go now, for I have to look after the sacrifices, and I hand over the argument to Polemarchus and the company.
Is not Polemarchus your heir ? I said.
To be sure, he answered, and went away laughing to the sacrifices.